Friday, November 07, 2008

Dios


Un día él despertó y vio que a su alrededor sólo oscuridad existía. Y lloró durante eones, tratando de hallar algo que hiciera que las tinieblas se fuesen.

Al final, sus lágrimas hicieron se enraizaron en el suelo que era oscuridad, y desde allí dieron luz a todo.

Y esa luz amamantó a los frutos de un árbol que desde ese entonces floreció sin fin, y del cual nacieron los seres que habitan el mundo, aunque todos olvidaban su origen al abrir los ojos.

Y el árbol creció hasta trepar hacia el límite donde la luz podía abrigarlo. Los seres vivientes vieron esto, y ya que ya habían crecido, algunos bajaron y hablaron con el supremo creador, entre alabanzas y rezos, le dijeron que ellos crearían una luz más, para que permitiera al árbol seguir creciendo.

Pero el Creador, celoso de su creación, no sólo no los oyó, sino que destruyó el tronco del árbol, para que sus hijos no se sintieran soberbios de nuevo y desearan hacer algo como él lo había hecho.

Y sólo por las dudas, Dios echó una pizca de sal sobre el nuevo árbol que acababa de plantar, para que los hombres nacieran ciegos desde siempre y no volvieran a desafiarlo.

Sunday, April 20, 2008

Verdad

He sentido el rítmico sonar de su ira, inundando todos los universos, todas las dimensiones, y aún no puedo comprenderlo.

Allá en las estrellas, en el frío abandonado del espacio, su voz es repetida como una salmodia, azuzando a que la energía, aquella que da vida, se transfigure, y mienta a aquello que crea.

De astro en astro, ha reverberado su voz, y con terror y Lealtad respondieron todos sus aliados. Lo sé bien, porque luego de mi blasfemia, bajé hasta el mundo, y caminé por la baranda que vislumbra la historia, rápidamente, extinguiendo años, siglos, y milenios.

He visto el final del engaño que se llamaba humanidad.

Y vi lo que está después. Ese vacío y ese frío interminables, que lloran eternamente, sin luz que los bañe, excepto la que mendiga el negro espacio.

Pero allí tampoco estaba Musette. Ni siquiera su presencia.

Así que volví hacia el momento de mi nacimiento. Busqué entre los restos del hombre que me hizo nacer, y quise ver si allá, entre sus recuerdos, quedaba una figura pálida, más hermosa que el fulgor que dio vida a todo.
Lo que estaba dentro de esa carcasa, no era un pensamiento. No una memoria. Era algo como un aroma tímido, asomando a través de la muerte que lo había arrebatado. Me rodeó, me recordó los sentidos que poseía cuando era una criatura aún.



Es en honor a ese tibio perfume que ahora vuelo de nuevo, rompiendo las ataduras del espejismo de la realidad, y llego hacia lo profundo de la Tierra de los Sueños. He de verlo de nuevo. El Antiguo no podrá arrebatármela.
La presencia de la Comarca Maldita, empero, está presente, al menos como un espejismo ponzoñoso, en el mundo consciente. He observado algunas figuras arropadas en un negro infecto, aullando hacia esa dirección, cada vez que el sol volvía a salir y destrozaba los migajones de la noche.

Pasé junto a algunos, y percibí algo de su odio. No me ha lastimado, sino que me ha estado guiando.

Sí. Fue gracias a esos chillidos, a esas lágrimas de rencor y a la desesperación de las figuras destrozadas y hediondas, que supe hacia dónde debía virar, y atravesé campos infértiles, donde sólo ellos estaban, y volé sobre el infinito océano que está a su vez con los vivos y con aquellos cuyas mentes escapan cuando sus ojos se cierran.

Sólo algo había, en medio de aquella alfombra de formas cambiantes. Y era algo así como una isla, perdida en la inmensidad. La forma de sus playas dibujaba una herida en la marea, como si una gota de sangre estuviese manchando permanentemente el blanco etéreo de la superficie. Una especie de monte había en la roca pelada y rojiza, y desde él florecía una construcción extraña, de un solo cuerpo, del que asomaban arbotantes que asemejarían jirones de carne putrefacta. Me acerqué a él, y tímidamente mi espíritu sintió el carcomido hedor de las almas de los Cultistas, encerrados en ese infierno.
Nunca más esas almas podrían salir de allí, y permanecerían por eones, sufriendo el tormento de no volver a oír la voz del Antiguo.
En el palio exterior, desde donde de dejaba entrever algo así como una plazoleta, aún permanecía uno de ellos.

Lo vi, durante mucho tiempo, mientras realizaba su macabro ritual.

Él tenía a sus pies, los restos despedazados del que habría sido un compañero suyo. La sangre rebosante manchaba el suelo con dolor, y sus órganos, lentamente iban siendo dispuestos, formando algunos símbolos, compenetrándose con un efluvio de rabia maldita.
Mi espíritu se acongojó, observando que el interior de estas criaturas era acaso, en mi torturada imaginación, el mismo del que se componen los humanos.

Pero la tristeza no tenía cabida en mí. Porque yo soy capaz de comprender todas las lenguas, y un símbolo arcano nunca depararía un secreto para mí.

Abandoné al demente Cultista y sus tétricos instrumentos de escritura, y me arremoliné junto a un viento que abrazaba la noche que llegaba dando golpes azarosos al mundo sin su tirano.

Y viajé a la ruta que ese símbolo señalaba. Hacia R`lyeh.




Cuando la luna roja se aproximaba a su cenit, y el viento salvaje rugía en su máxima intensidad, el pánico sempiterno comenzó a calar las oleadas del mar.
Todo quedó sumergido en una quietud imposible, y por fin, arrasando con todo, el horizonte se manchó de perversión. Allá estaban las formas retorcidas de la Ciudad donde habita Él.

El día iba aclarando, mientras yo me deslizaba con lentitud entre las callejas dibujadas con agua moribunda, y recorría los muros negros de devastación.

Algo pasó, porque no he llegado a sentir temor.





Y mientras dejo estas palabras volando en el viento del mundo, voy a recordar los instantes que precedieron a mi último sueño.

Como dije, volé sin sentir miedo, ni siquiera al estar en la fuente de toda pesadilla. El estoicismo que me cubría, empero, me rodeaba de tal ansiedad que un par de veces creí que mi cuerpo regresaba y sentía la vibración de su sangre palpitante.
Así fue, y estuve casi seguro de que estaba vivo de nuevo, cuando llegué al monolito principal, y observé la monstruosidad que opacaba toda virtud.

Él aún está ahí. Sus tentáculos, aquellos que lo cubren todo, se retuercen con una demencia malsana que de llegar hasta donde están los vivos, habrían destruido todo ya.

Aunque pasen los milenios una vez más y el Universo vuelva a existir, jamás comprenderé cómo algo puede ser tan gigantesco y tan pérfido.
Ese día, dejé que mi mirada extraviada, que veía un horizonte cubierto enteramente por la masa verdusca y tortuosa de Él, la busque, pero no pude llegar a ver nada. Ni aquella cornisa donde Ella me dijo adiós, ni tampoco el débil brillo de su divinidad.


Pero no sentí temor, así estuviese junto a aquel que creó el mundo donde yo habité cuando estaba vivo.


¿Es que acaso su poder se ha desvanecido? No lo creo, pues su rugido, acá, se oye tan fuerte que no comprendo cómo los humanos aún están sobre la Tierra.

¿Será su mente? Con un sonar trágico, recordé cuando yo vislumbré a Musette, hace tanto tiempo, y que mi conciencia huyó hacia donde no podría volver. Y mientras en esto pensaba, observé la integridad de este mounstro al que algunos llaman Dios, y rememoré la noche en que mi vida se destruyó, y cómo, fui cayendo inexorablemente en un vórtice del que logré salir sólo con mi muerte.

Y lo último que recordé, antes de que mi espíritu cayera exánime al suelo infecundo y blasfemo, fue un dístico, extraño y misterioso, donde alguien con la conciencia rota hablaba sobre Él.

“No está muerto lo que puede yacer eternamente, y en las oscuras profundidades de lo desconocido, hasta la muerte puede morir”




Cuando el cansancio arrebató a mi espíritu de la brecha que une a los dos mundos en este lugar maldito, creí flotar en un devastado simún hecho de divinidades desconocidas, que me llevaron en sus mecidas nubes, hacia un nuevo océano, hecho de luz y belleza. Llegué hasta allí con una brisa que hablaba ligeramente de un sitio, más allá del Universo, donde el frío eterno abrazaba un amanecer de nunca acabar.
Fue allí, donde estaba su presencia.

Guiándome, Musette se recogía en ese mar de belleza, y flotando, se dirigía hacia una luz pura, que nada podría alcanzar si no fuese un Ser hecho de Verdad.




FIN



La Paz, Bolivia, sábado 19 de abril del 2008, a las 12 29, luego del mediodía.




Saturday, March 29, 2008

Una maldición a quien rige el Mundo


No.

Yo no soy Alver. Su cuerpo murió hace tiempo ya, y yo, que vago sin ataduras por el mundo, tan sólo tengo una sombra de sus recuerdos. Nada más.

Una vez, cuando apenas acababa de nacer, volé hasta donde el cielo se hace negro, y allí recibí el soplo de un viento tan frío que el muro de nuestro mundo se soslaya ante él, y sólo negro queda. En ese entonces, vi las estrellas que refulgían en el todo, y supe que de ellas venían imprecaciones, y que allí también se oían los mismos lamentos.
Dejé que mi esencia se sumiera junto al blanco de las nubes, que me abrazaron cuando mi esencia regresó al mundo donde aún pisan los vivos.

Y yo era joven aún, y mi espíritu flotaba todavía libre, sin ataduras ni recuerdos.

Como un viento tibio y fulgurante atravesé mares y vergeles infinitos. Fui una flagrante tea encendida, inconspicua, sin forma. Alguna vez me rodeó la tentación y quise volver a un cuerpo terrenal. En esos momentos, un ciego terror volvía a mí, y sacudía mi integridad. ¿Qué era lo que no podía recordar? ¿Qué fue lo que me destruyó cuando seguía siendo un humano apenas?

Lo sabía entonces y lo sé ahora. Un día yo tuve un nombre.

Con este conocimiento, mi espíritu, arropado por las caricias del mar insondable, descansó por siglos. Al final, mi espíritu maduró, y desdiciendo la tormenta que se cernía en el mundo, me elevé sobre todo, y como un vendaval, regresé a la tierra que me abrazó cuando aún tenía vida.

Tuve que romper una muralla hecha por tiempo y corrosión, y navegar por sobre la historia, de nuevo, buscando.


Y cuando llegué hasta el final, sólo encontré una mentira.


Llegué, al momento exacto de mi nacimiento, y el cuerpo que abandoné volvió a tener el escaso sabor de la calidez de la vida, al menos por un segundo. Era un campo yermo y desierto, con sólo un árbol gris. Allí pendía aún, ciñendo su último efluvio de existencia a los tímidos rayos del sol naciente.
Observé el cuerpo por varios días, viendo cómo se transmutaba y su carne se deshacía en migajones repulsivos que eran devorados por criaturas inferiores.

Pero, allí estaba lo que yo esperaba. Tan sólo una sombra pálida. Nada más, pero en ella estaba encerrada la totalidad de sus padecimientos.
Supe lo que Alver lloró, antes de morir.

Así fue como vi a Ella.

Pero yo no tengo los límites que Alver tenía. Ahora lo sé. Por fin lo sé. Soy un ser real, sin las ataduras de las que el cuerpo falso me había provisto.
Soy mente. Soy pensamiento.
Lo he visto a Él. El Gran Antiguo brama aún en mi conciencia, y su llamada es algo que nunca dejaré de escuchar, así pasen los milenios y mi esencia vuelva a transfigurarse. Pero ese grito no tiene potestad sobre mí.


Y yo, libre, volé hacia donde se encontraban las memorias de ese hombre, donde solía estar encerrado.
Seguí el primer rastro, y volví al sitio que lo había albergado en sus últimos años. Habitaba en éste, una maldad infecta que llenó de pestilencia mi integridad. No sé bien por qué, pero ese sitio parecía ser invisible al resto del mundo. Volví a ver, en esos días, criaturas pensantes y vivientes, rodeando la casona, mirándola apenas de soslayo.
Pero nadie volvió a penetrar en ella.

Sólo yo. Sólo yo hacía compañía a los restos putrefactos de decenas de personas. Me estremecí un tanto, la primera vez que las vi. No por su estado maltrecho y mutilado, sino por lo que estaba escrito en ellas.

Desde antes de mi nacimiento, cuando aún habitaba mi cuerpo, aprendí los secretos de las lenguas. Lo que estaba escrito sobre la carne de esas víctimas, estaba redactado en la lengua que dio origen al conocimiento del hombre. Ella misma nunca tuvo nombre, pero aún existen personas, en este mundo que saben algunos vocablos de ella.

Los entendí. Todos y cada uno de los escritos. Me maldecían. En ellos, y a través de su odio, sentí la presencia de muchos seres, que desean que yo desaparezca, y una vez más no haya reducto de Verdad en el universo. Son ellos, los que arrojan los lamentos cuando amanece, y un nuevo día aflora; sin que el Gran Antiguo, que ya debería estar con ellos, aparezca por fin.
Llegué a recordarlos. Fugaces visiones de criaturas envueltas en ropajes oscuros. Ahora vagabundean por el orbe, buscando entre ellos la manera de romper las ataduras de su Dios.



Aquí, en este cuarto triste, encontré un fragmento de lo que Ella fue. Alver fue muy sabio. He llegado a suponer que él dejó este testimonio para mí. Sí… podría ser…. Si él alguna vez hubiese sabido que se convertiría en mí.



Marie Johansen, la nieta del hombre que vio al Antiguo hacerse presente en el mundo, cargó con la huella de una maldición que se originó cuando el tiempo aún no existía.

Ni siquiera yo sé porqué ocurrió en nuestra época. Ni tampoco las razones para que una humana fuera depositaria del ser que daría equilibrio al Universo, haciendo frente a uno de los Primordiales.
Alver aún conservaba los papeles donde leyó por primera vez el nombre de aquella que destruyó su vida.

Musette era la criatura más bella de la creación de Dios.

Yo lo sé bien, porque soy el último ser que la vio, antes de su sacrificio.
Y también, porque en este mundo hecho de una mentira insondable, soy el único que la conoce.

Marie Johansen se embarazó a la edad de 32 años. Durante ese tiempo, ella comenzó a observar ciertas cosas por las noches. Ella nunca se atrevió a decir más que descripciones someras a sus psiquiatras. Los profesionales sólo supieron que ella veía esencias fantasmales envueltas en la noche, y que cuando ésta terminaba, no podía evitar que su corazón se rompiera en sollozos.
Larga fue la tortura de la pobre mujer.
Sí, fue muy larga, pues el ser que crecía en su interior estuvo en su organismo durante dos años.

Nadie pudo explicarse ese fenómeno. Ni siquiera los doctores a los que Marie y su esposo acudieron, cuando la pequeña Musette nació.
No parecía haber nada peculiar en el pequeño bebé, a excepción de la luz que a veces, según su madre, brotaba de sus ojos.

Ahora yo lo sé, y mi alma deambula en paz por este mundo y el otro, pues supe lo que Ella era en realidad.
Musette nunca fue una humana. No podría explicarlo en el lenguaje que los hombres todavía usan. Sólo puedo decir que Ella era el efluvio de una estrella que brilló antes de que el Todo fuera creado.
Ella era el equilibrio.

Fue por eso que el Gran Antiguo nunca pudo llegar a Ella. El resonar que da la inteligencia en la humanidad no penetró nunca por su mente, y así, Musette estuvo por siempre y desde siempre liberada de la Ilusión bajo la cual viven los seres pensantes de este planeta.

Fue por eso también, que cuando todos los astros subieron a lo más alto, y Él vio claro su retorno, que llamó a los que aúllan en lo negro del espacio, y le dio caza. Sin el Equilibrio, Él podría volver, y nada, nada en esta realidad ni en ninguna otra, sería capaz de huir de su Voz.



Cuando pasaron los días, yo abandoné ese lugar, y expuse mi esencia y mi conocimiento a las garras de Él.

Ascendí alto, esa mañana, y miré hacia donde la Tierra de los Vivos se convierte en sombras.

Y pronuncié su nombre, mirándolo directamente.

CTHULHU

La atrocidad de la blasfemia hizo que las mentes de los Cultistas, esparcidas por todo el globo, palidecieran en un solo coro de pavor.

No creo que haya sido un simple desafío. Él me oyó, y yo lo sé. Pero eso no me importa.



Friday, March 07, 2008

Capítulo Décimo Cuarto



Cuando Alver volteó atrás sus pensamientos, y trató de recordar todo lo que había pasado, fue cuando recién pudo darse cuenta de las vociferaciones que emanaban de la atmósfera rojiza, del límite de la Tierra de los Sueños.

Sólo entonces. Pues cuando él tomó la mano de Musette y ambos se encaminaron en un vuelo rasante, comparable sólo a una hoja construida con vida y belleza, arrastrada por la brisa cálida, de un amanecer luminoso; él no pudo contemplar más que la grácil luminosidad que lo guiaba.

En realidad, las voces, en el horizonte, tronaban un aullido de guerra, como una tempestad. Alver, con la comprensión de las lenguas, sólo después que todo hubo terminado, pudo traducir lo que bramaban.

En un solo coro, único, fluido cual marea, hablaban del acaecer de las eras, y de la revelación que los astros harían ante la pestilente humanidad que habitaba el mundo que por derecho les correspondía.
Ellos, los seres de más allá de las estrellas, clamaban al universo, una rendición de cuentas. Y el excedente claro, venía a ser los seres que el Gran Cthulhu había perdonado una y otra vez.

Esto sobrecogió a Alver.

Perdonado…

Ésa era la traducción de ese vocablo ininteligible. ¿Alguien entonces, mantenía con vida la humanidad?...y… ¿Qué significaba esa palabra, Cthulhu, que él había oído de los Profundos, de los Pálidos y de los Cultistas, siempre repetida con un temor sobrenatural?


Musette se detuvo. Algo en el suelo de blanca rigidez se removía. Un temblor sacudió los cimientos de la Tierra de los Sueños.
Alver sintió un respiro de paz, viniendo de ella. Extrañado, la miró largamente, hasta que ella, mirando hacia lo alto, habló.

“-He llegado al final de mi camino, Alver…”
“-¿Qué quieres decir? ¿Dónde estamos?”

Musette descansó su escasa entidad corpórea, sobre el suelo de horizonte infinito. Alver desfalleció, cuando sintió una lágrima asomarse desde ella.

“-Tú… -dijo entre dientes- tú no volverás a ser una existencia envuelta en una mentira”
“-Aún lo soy… -replicó Alver, sentándose él también- pero… no sé cómo puedo convertirme en algo que exista de verdad”
“-Ése es el problema… ¿qué, no lo ves?...Él…Él nos creó… para que seamos su soporte.”
“-Musette, por favor, dime quién es Él…”
“-No, no puedo decírtelo”
“-Pero… ¿por qué?”
“-Tu mente, tú mismo, no estás hecho para comprenderlo…has nacido bajo las estrellas que siempre nos encerraron…”
“-No te entiendo…”

Fue entonces, antes de que Musette pudiese continuar, que el cielo, que hasta entonces había seguido vomitando blasfemias, gorgoriteó en un solo atronar de chillidos, y las voces, presas de un pánico imposible de describir, y que caló los huesos de ambos, simplemente retrocedieron.

Alver miró un poco más a Musette, que se adelantaba unos pasos, silenciosa. Su silueta ahora se recortaba perfectamente contra las efigies oscuras del horizonte.
Un ciego dolor en la cabeza de Alver, le recordó, una sola palabra, que resumía todo cuanto de horrible pueden imaginar los hombres, aún vivos.

R`lyeh

“-No, Alver… no podrás entenderlo nunca. Pero… ahora al menos, estás condenado a verlo conmigo, porque tú me acompañarás”

El hombre no dudó. Siguió la estela que Musette describía, junto a su sonrisa, mezcla de añoranza y pasión demencial.

Y mientras avanzaban, el temblor que retorcía el suelo se hizo más poderoso, como si un odio profundo e incontrolable sacudiera la existencia de los sueños.
El temblor era mucho más aterrorizante que la visión de los Pálidos, que la destrozada imagen que Alver aún recordaba de su primera visita, a la frontera de la Tierra de los Sueños. Era casi tan aterrorizante como Musette misma, tanto porque Alver sentía una rabia y una ira imposibles, arañando desde el suelo de todo; como porque este rugido parecía traducirse también, en una llamada. Una invitación, mejor dicho, a la mujer a la que él seguía.

Ella, por su parte, seguía mascullando para sí, un panegírico demencial, que tenía leves indicios de ser una salmodia, o hasta un rezo.

Alver oyó un poco de ello, atravesando el horrendo rugir del suelo.

“-Él pertenece a un mundo que nosotros no entendemos, más allá del universo… fuera de nuestras mentes… fuera de nuestros sueños. A Él le debemos todo, hermano…todo, nuestra vida… nuestros pensamientos. ¿Has escuchado la música, hermano? ¿La entendiste? Pero no sabes lo que significa… no en verdad… porque ni tú, ni yo...somos más que el alimento…”

Musette siguió así, intrigando al hombre que la siguió, con una devoción mítica. De existir alguien, ahora, en mi mundo cantaríamos odas acerca de su caminata, en el blanco desierto ante el cual se cernía la ciudad de pesadilla, hogar del Gran Antiguo.

El universo murió una vez, y renació, en el mundo que marcaba la realidad, allá afuera, mientras ellos seguían, como sollozando suavemente. Musette, recitando los hechos, desde que las estrellas iluminaron su alma hasta que pudo ver todo con claridad. Y detrás de ella, Alver, castañeando los dientes, y con la mente en blanco, preparándose más a cada instante, porque algo incalificable de instinto le dijo al oído que nunca jamás volvería a ver algo tan aterrorizante como aquello a lo que se dirigía.


Y siguió así, hasta que Musette comenzó a detenerse. Cuando lo hizo, Alver levantó un espejismo ante su visión, y el suelo, y todo, cambió sin un motivo claro. El rugido se silenció. El suelo blanco desapareció sin aviso, y de su extensión, brotó una imagen horrenda que él, después de su muerte, no pudo olvidar nunca, y que seguirá atormentando lo que quede de su espíritu.

Ahora ellos levitaban en una cornisa sostenida por un invisible hálito de viento, sobre la mismísima comarca maldita. Las negras estructuras de pesadilla se retorcía, justamente debajo del desdichado hombre, que creyó fenecer, con cada respiración que seguía dando, observando ese escenario atroz de geometría incoherente, de contorsiones inasequibles para la lógica de los vivos.

Musette se detuvo en un punto preciso, en el extremo de la cornisa flotante, donde un solo escalón, reminiscente del otrora suelo blanco, le servía de altar. Ella, lentamente, dejó que el viento maldito la rozara sin marchitarla, y se inclinó, hasta arrodillarse en el sitial. Miró a diestra y siniestra, con vehemencia, sosteniendo en su rostro una mueca que Alver no comprendió. Finalmente se volteó hacia él, y con un gesto de una dulzura incomparable, le sonrió.

Musette era la criatura más bella de la creación de Dios.

Alver lo supo bien, porque, con ese ligero toque de una mirada suya, su cuerpo perdió toda unión con el Mundo de los Sueños. Con desesperación, intentó aferrarse a ese páramo de decadencia. Con un frenesí que podría haberle devuelto la vida a un cadáver. Lo intentó, pero fue en vano, lenta e inexorablemente, su esencia también había comenzado a levitar, levantándose y perdiéndose en la inmensidad del cielo negro.

“-¡¡¿Por qué no me permites estar contigo?!!” –gritó, con todas sus fuerzas, mientras las lágrimas lo ahogaban

Musette miró hacia arriba, por sobre ella, y posó unos ojos tristes en el único ser en el que pudo confiar, en el transcurso de sus existencias.

“-Alver… mi querido Alver… lo verás sólo un instante… y entonces serás alguien real. Espero que no me odies. Yo debo estar acá, porque…porque… yo soy el único sello entre él y el mundo”
Ella suspiró, conteniendo una última lágrima.

“-¿Sabes?, es irónico que voy a proteger algo que Él creó, de Él mismo...”


Alver oyó estas últimas palabras, envueltas en un mar de horror.
Mientras ellos hablaban, imperceptiblemente la cornisa iba acercándose al centro de R`lyeh, aproximándose al gigantesco monolito de piedra verdusca que señalaba el hogar del sueño eterno del Gran Antiguo.
Y cuando Musette pronunciaba sus últimas palabras, todo en ese mundo, así como en todas las dimensiones que muestre el espejo de las realidades, se contrajo en una sola mueca de espanto.

Él despertó.

La abominable figura del Gran Antiguo, se levantó, desdiciendo con sólo una maldición, todo concepto de vida y luz en el universo. Alver creyó adivinar; en ese instante maldito, en tanto su alma moría mil veces, unos tentáculos, de una dimensión simplemente inimaginable, extenderse abarcando todo cuanto sus ojos podían observar aún. Tras ellos venían unas garras gigantescas, surcadas por un aire de perdición. Todo en este ser, si cabe en llamarlo ser, se hizo del mundo cognoscible e inconsciente del desdichado hombre.

Cthulhu brotó de las entrañas de su Ciudad, perdida en el Mar de la Tierra de los Sueños, y sus ojos, de un color indefinible, marcaron un sendero que trazó una maldición irrevocable sobre las criaturas que él podía sentir con su mente viva de nuevo.
Alver, ya que no podía enloquecer más, tan sólo permitió que una tristeza infinita se apoderara de su razón, oscureciéndola mucho más lejos de lo que podría haberlo arrastrado el simple fallecer de su existencia.

Musette le dirigió una última mirada, cuando el mundo entero se convirtió solamente en esa bestia, y en ese gesto, Alver leyó una sonrisa que no moriría jamás, así los primigenios volvieran desde su hogar, desde lo más lejano del Universo, y la maldijeran todos.


Un estallido hizo sucumbir los escombros que aún quedaban en el corazón de Alver, y un brillo blanco encegueció algo más que su vista, haciendo que todo, el mounstro, la Altísima, y la pesadilla, se difuminaran en el infinito…





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Sí, así lo recordó mucho después, cuando él logró despertar, y vio de nuevo las paredes grisáceas, y el enmarcado del empapelado. Cuando comprendió que había regresado al mundo que Musette abandonó.
Pasaron días, hasta que Alver dio un poco de descanso a su alma atormentada, y permitió que su cuerpo se desplazara otra vez. El espejo, roto en pedazos, mostró una imagen quebrada, la de alguien que, no sólo se ha privado de comida por un tiempo antinatural, sino también de pensamiento o sentimiento.

Lo primero que notó fueron las paredes claveteadas y surcadas por zarpazos inhumanos. Los pasillos de su edificio expelían un hedor que él conocía. Sí, la muerte había rondado todo, a su alrededor, mientras él escapaba al sueño que lo destruyó. Dos cuartos más allá, él se atrevió, por fin, y derribó la puerta desquiciada.
El único saludo fueron las manchas de sangre coagulada, la exangüe mirada de los cadáveres, y los símbolos dispuestos de forma atroz.

Así estaban todos. Piso tras piso, él siguió, descubriendo más y más muerte, como si alguien recóndito hubiese dispuesto que caminara sobre un sendero demarcado por cuerpos maltrechos de su propia sangre.
La puerta que daba a la calle, salpicada también, se convirtió para él en una frontera frágil, que lo volvería a compenetrar con el mundo de la lógica y de los vivos.

Después de todo, él ya tenía lo que necesitaba.

La frontera resultó una vana ilusión. Él no se preguntó siquiera si sería un engaño más de su mente, pero con los pasos que daba, el mundo que permanecía recamado en un ocaso de nunca acabar, estaba vacío. Mientras miraba hacia todas direcciones, sin detenerse, vio calles húmedas aún, templadas al frío, sin un solo ser vivo que asomara y brillara con falsedad. Él no se detuvo. Simplemente dirigió una mirada rencorosa al cielo que se iba limpiando de la lluvia que lo habría despedido, hacía una noche, o hacía una vida, de lo último de conciencia que aún quedaba. El sol, hipócrita, dibujó una cicatriz en sus ojos, que cesaron de mirar la ciudad llena de calles vacías.

Cuando la última calle desapareció, y él se enfrentó a la sabana apenas dibujada por el hollar del hombre, él y el sol estuvieron a merced el uno del otro. Él pensó en este mundo. El mundo de los humanos, que seguirían viviendo sirviendo del sostén que el Gran Antiguo necesitaba para su mente dormida. Supo entonces, o tal vez ya lo sabía, que todo en esa existencia, después de todo, no era más que ponzoña enmascarada.

Un árbol gris, añoso, lo saludó con tristeza. Lo acogió, mientras él desenrollaba la cuerda que había llevado consigo, cuando caminaba, con una verdad en su mente, sabiendo que los niños que jugaban en las calles y los alegres visitantes del hotel donde vivía, no eran más que espejismos rotos. Él veía por fin, el mundo real, el que Musette observó un día, cuando negó la Música del Gran Antiguo.

Pasó la descolorida cuerda por una rama gruesa, y sin cambiar la expresión de su rostro, se trepó un poco, dejando que el sol lo hiriera por última vez.

Tuvo entonces, la conciencia de que por fin sería un ser real. Lo supo perfectamente, cuando la cuerda desgastada cortaba todo rastro de su respiración y su vida abandonada, escapaba hasta donde él dejaría de recordar.

Monday, February 18, 2008

Capítulo Décimo Tercero




En el momento que los pies de Alver enfrentaron la podrida integridad del suelo que infestaba ese ser blanquecino, todas las sombras retrocedieron. La que le había dado la bienvenida dejó escapar un inaudible quejido de horror.
Alver se enfrentó a un aire que se hizo pesado como una losa, y que lo detenía como una gruesa telaraña, impidiéndole mantener la conciencia a cada paso dado.
Las sombras de alrededor murmuraron entre sí.
Alver prestó oídos. Después de todo, él era capaz de comprender todas las lenguas. Incluso ésta, que no se asemejaba a nada que el humano más perverso imaginaría, no tenía secretos para él.

No teme ante el Pálido. No está retrocediendo.

¿Qué dicen las estrellas de este hombre?

¿Cómo puede existir?


El Pálido, obviamente era este demonio que ahora se encontraba a un paso del impetuoso hombre que no dejaba a mirar a Musette, la Altísima.
La criatura siseó, y giró el rostro. Alver oyó a sus espaldas los gritos sofocados de los seres encapuchados.

Tal y como lo recordaba, en su ininteligible maraña de recuerdos perdidos e inconexos.
Una apología a todo lo corrupto que el universo puede crear.
Era como un muro de tentáculos retorcidos, enclaustrados en un cráneo abierto, que asemejaba horriblemente una concepción vagamente humanoide, todo en un blanco pútrido, que refulgía con el retorcerse de los apéndices.
La criatura volteó totalmente, y lanzó un chillido al aire. Las sombras cayeron de rodillas y se taparon las cabezas con las manos. Alver apenas si miró a la bestia que lo amenazaba. Para él, en ese momento aciago, no existía más que la mujer que él buscaba, que parecía dirigirle una mirada cargada de un sentimiento indescriptible, desde el blasfemo altar.

La criatura se irguió, y, extendiendo sus alas, hirió el aire nocturno del mundo de los humanos.


K`naghl Ngàah, arr Vagh`l Mgl`nafh Cthulhu. Fhtagn Cthulhu, Fhtagn.


Alver estaba en un éxtasis de desconocimiento, mezclado con sabiduría, pues si bien conocía y entreveía a la criatura, y además entendía el lenguaje del Pálido, el Lenguaje de los Profundos, el mismo idioma de las estrellas, no entendía lo que estaba pasándole ya al mundo. No entendía lo que pasaría con todo lo que un día creyó conocer.


Apenas comenzaba, con algunas agrupaciones étnicas del sur del África, y con escasas poblaciones cercanas a las oriundas Filipinas. Una ola de terror incomprensible atacó a los resabios de los más crédulos entre los humanos. De haberlo sabido, quizá Alver lamentaría las muertes que la locura colectiva comenzaba a cometer.

Y es que el sistema bajo el cual la mente de los humanos se manejaba estaba revelándose por fin, y cayendo a pedazos. Un ligero efluvio de la voz del Gran Antiguo haría perecer todo lo que conocemos, y en ese entonces, se oyó una millonésima parte de un susurro de él, que pasó por boca del la criatura de más allá de las estrellas, el Pálido, sirviente del gran Cthulhu.


Las estrellas braman de nuevo, es hora. Gran Cthulhu, sueña, Cthulhu, sueña.


Alver entendió todas y cada una de las palabras de la criatura, pero lo que hizo no fue atemorizarse, ni detenerse. Luego de permitirle hacer su cántico, él simplemente dio unos pasos más, y… rompiendo toda ley del universo que conocemos, atravesó la estructura física del Pálido sin obstáculo alguno.
En el momento que su cuerpo estuvo dentro del de la criatura, el aire se condensó todo en una tormenta inabarcable, que distorsionó sus sentidos.
La vista se nubló, dejando toda imagen a la que tenía acceso, como si la viese a través de un cristal empañado, en perpetua vibración.
Un rumor hizo sucumbir las envolturas de la realidad, pero él no dudó.

Cuando su esencia salió de ese ámbito de tormentas, y pisó de nuevo, fuera de la criatura, El altar donde reposaba Musette había cambiado.
Pero no era lo único. El sordo rumor siguió arañando su cerebro, retumbando todo lo que penetraba por sus sentidos.

El altar, donde otrora fuese un horrendo festín de aberraciones, ahora era tan sólo una cúpula de cristal, que dibujaba, cual reloj de arena, el límite del suelo.
Sí, de este suelo en el que las estructuras del mundo vivo ya desaparecieron.
Alver mordió los labios. Miró hacia abajo y alrededor. El piso había perdido toda la contextura del pasto malsano y negruzco, y sólo podía verse ahora un infinito piso blanco, uniforme y estéril, que vibraba débilmente, siendo sacudido por el lejano rugir del cielo.

El Pálido, y los seres encapuchados ya no estaban. Lo único que se podía ver en este mundo era el altar de cristal. Más allá de él el cielo ofrecía unos matices violáceos, como relámpagos en un cielo nocturno. Pero nada perdía su blanco de muerte.

En el cristal ya no estaba Musette.

Al fin y al cabo, eso era lo único que este hombre deseaba. Verla una vez más, a los ojos, como fuera. Quizá eso lo hizo correr hacia la estructura de cristal, la cual comenzaba a resquebrajarse fruto del continuo vibrar del suelo.
Y así fue. Antes de que él pudiese llegar a esa forma brillante, el cristal se destruyó por completo, y los trozos que saltaban al suelo eran absorbidos como si llegaran a un medio líquido. Sin embargo, algo estaba roto en Alver. Diríase, en lenguaje que los mortales puedan entender, que él ya había perdido lo que de humano tendría su mente.
Simplemente no sentía miedo.
Sus pasos resonaron, enfrentando el trueno, y él siguió adelante, como si quisiera horadar el cielo de tormenta.
El problema es que el suelo se truncaba justamente detrás de la estructura que acababa de desaparecer, y dejaba solamente una pared que descendía infinitamente, mezclándose con un cielo que debajo, horrorosamente vomitaba un negro ocre y malsano.
Alver cayó, o al menos eso podría decir el mundo, y el vulgo de las personas.
Realmente, aunque sea algo sin lógica, él simplemente siguió corriendo. La pared se convirtió en suelo, y la negra tormenta en una cortina hacia la cual se dirigía con denuedo y decisión, con los ojos brillantes y una sonrisa demente.

Fue en ese momento que los truenos tuvieron un coro junto a sí.
Aullidos poderosísimos llenaron todo lo que los sentidos de Alver llegaban a penetrar, y justamente cuando él levantó la mirada, una miríada de criaturas, idénticas a la que viera antes de llegar a éste mundo, a la brecha entre la Tierra de los Sueños, atravesaban el cielo en un vuelo raudo.
Indómitos, el ejército de seres se enfrentaba a la tormenta negra, y cada uno desaparecía por completo, sumergiéndose en la nada infinita hacia la cual también Alver corría.

El concierto de gritos, aullidos y truenos siguió, mientras Alver descendía la velocidad de su carrera y dejaba que el cielo se hiciese negro en torno a él.
Aquí adentro, los aullidos de los Pálidos, que otrora viniesen cargados de un odio irrefrenable y un poder incalculable, se quebraban, y ese silbido se convertía en algo traducible como un grito de dolor.

Sí, era dolor y destrucción. El universo se convirtió en un espejo donde la muerte más horrible se repetía a sí misma una y mil veces.
Alver, pese a que estaba ciego ya, no dejó de avanzar.

El suelo, en este mundo de sombras, era horrible y tétrico. A cada paso que el hombre daba, sentía como si unos dedos delgados tratasen de penetrar en la estructura de sus pies, y detener su paso. Y un murmullo corría desde este suelo. Era una murga hecha de blasfemia, que trataba de detener a aquél que había visto la Tierra de los Sueños.

Alver no tuvo miedo, empero. Y tan sólo siguió, lentamente, avanzando. Su rostro exhalaba una locura que ni el miedo más grande ya sería capaz de romper.

Y en ese paso, el que él creó para sí, la sombra se distendió, dejando que la tormenta, que estaba encima, alrededor y en todo, torturara a los mensajeros.
Pero Alver no podía ser detenido. Nada en este mundo era capaz de sobrellevar la locura que él poseía. Así lo comprendió la tormenta, y le dejó el paso libre.

Pudieron pasar millones de años, pues este extremo de la realidad ha desaparecido desde hace demasiado, y aún lo que Alver pisó no era más que un espejismo, una sombra de una existencia previa, de la cual no quedaba nada, sino una pesadilla corpórea.

Y esa pesadilla fue lo que Alver vio, cuando su cuerpo asomó desde la sombra profunda, y sus ojos contemplaron la entrada a la Tierra de los Sueños. El suelo blanco volvió, y se extendía, cual alfombra infinita, hasta un horizonte desde donde brotaban sombras extrañas e inimaginables, que, él recordó, con un escalofrío, como aquellas que se elevaban desde la Ciudad Muerta.

De pronto, justo en el momento que los aullidos cesaron, el retumbar del cielo se hizo mucho más intenso, y la tormenta, por fin cobró forma.

Alver la miró, por un segundo apenas, porque el cielo se hacía rojo como sangre, y de él brotaban misteriosas figuras que sonsacaban la cordura, como imágenes de millares de ojos rabiosos, y bocas entreabiertas, con colmillos afilados, destruyendo el universo.
Todo este cielo de convulso dolor se retorcía, devorándose y alimentándose de sí mismo, y los truenos se revelaron como los gritos que lanzabas las bocas malditas.

El humano que osó pisar, ésta, la frontera de la Tierra de los Sueños, desvió la mirada, y entonces comenzó a correr nuevamente. Los ojos no lo atemorizaban. Tampoco las maldiciones que ahora se oían claramente desde la tormenta roja.
Él ya no podía pensar en nada más, pues cuando apenas acababa de salir de la oscuridad, una estela de luz pasó junto a él y una mirada, sólo una, se posó en sus ojos. En ella estaba contenida mucha más fuerza de la que la tormenta jamás tendría. Una sonrisa lo cubrió, y lo reconfortó, en su demencia.

Y la mano tendida de Musette lo invitó a seguir a su lado, en el vuelo que ella realizaba, rauda, hacia la Tierra donde ambos se separaron cuando el mundo todavía permanecía en paz.

Saturday, February 16, 2008

Sin espera

Entre este domingo 17 de febrero y el lunes 18, podrán leer el décimo tercer capítulo de esta historia. No pueden decir nada, porque esta vez si estoy cumpliendo las fechas....

Saturday, January 26, 2008

Capítulo Décimo Segundo


Cuando Alver sintió el viento de la noche en el rostro, no se detuvo. Tampoco cuando el aire de todo fue cambiando y el ambiente en general se inundaba de una pesada lobreguez, sólo propia de uno de los infiernos que ya no podía recordar.
Él rompió la ventana del altillo de su habitación, y echó a correr escaleras abajo, a través de la calle.
Y era porque ese efluvio de espíritu, ella, su amada Musette, que volvía a ser una presencia dentro de su conciencia, se convirtió en una huidiza impresión de luz, a la que él seguía, sin saber a dónde iba a conducirlo.

Y, aunque no lo supiera, esta luz comenzaba a ser lo único que quedaba en el mundo, de fulgor, que no se recubría de la pestilencia. Hubo un par de gritos junto a él, mientras corría presuroso y demente por las calles mojadas. Con rabia seguía empujando sus pasos, a pesar de que el frío le devoraba las piernas, y en su mente sólo cabía la necesidad de seguir esa luz. Nada más era capaz de ver este hombre que sentía regresarse a las profundidades abismales de un universo donde todo es pesadilla y la realidad no existe.

Cuando sus pasos entreabrían una penosa senda en el pastizal de las casas que rodeaban el exterior de su ciudad, y los árboles prodigaban una sombra que poco a poco se iba haciendo carroña; un chillido subió hasta lo alto del cielo, se extendió como una cuerda demasiado tensa, elevándose como deseando arañar las estrellas.
En medio de ese grito hiriente, Alver recuperó un poco la conciencia. Después de todo, esta vez no la había visto más que un instante. No lo suficiente para que volviese a perder la correcta conexión de las funciones de su cerebro.

El viento susurró con pesadez, escurriéndose por el árbol al que él se encaramó. Estaba húmedo y frío. Mientras algunas escasas gotas caían a su alrededor, él se preguntó sobre sí mismo, para saber si aún se conocía.
Era la madrugada del 26 de enero de 1970. Once años antes, él había terminado sus estudios en la Universidad de Psicología de Johannesburgo. En ése entonces él había hecho un viaje hasta la lejana noruega, para permanecer en los años finales de su anciana madre. Ella, postrada en cama, le hablaba mientras él era joven. Le relataba cosas imposibles. Decía ver, en sueños, un mundo que destrozaba cualquier idea del hombre sobre lo que es real y cognoscible. Estructuras imposibles se alzaban, como dedos manchados de sangre negra, blasfemando contra el hombre, rodeadas de un aire malsano que parecía capaz de atravesar ese mundo de pesadillas y apoderarse de nuestra realidad.
Alver, lejos de prestar atención a su madre casi marchita, sólo tomaba sus relatos como un material más para indagar en su profesión.
Allí, en Oslo, un día lejano, él conoció a la que sería su esposa.
El recuerdo se hace tangible, en esta noche del 26. Los cabellos rubios de esa delgada y rígida mujer se hacen presentes, casi tanto como este aire ominoso que lo aplasta, y le hace dudar de sí mismo. Sus manos blanquecinas, casi azuladas, lo palpan de nuevo, y sus ojos se entreabren, mostrando ese azul tan parecido al cielo puro.
Alver lo siente real, cerca, tan cerca que llega a estremecerse, cuando, diez años después, recién oye de verdad las palabras de su esposa, y el temor que solía tener, cuando aún eran novios y vivían en esa ciudad. Puede recordar, tímidamente, cómo ella le describía el atroz mundo que se le presentaba cuando cerraba los ojos por las noches, y los sueños la capturaban.
Alver recuerda, y las palabras pesan, una a una en su mente. Tanto más cuanto más se parecen a las de su difunta madre.

Fue por aquellos años que ellos dos decidieron abandonar la Noruega natal de ella, e ir hacia el sur. Hacia la ciudad donde Alver hizo sus primeras experiencias, y por fin se consagró a la labor que durante años había estudiado.
Nunca más oyó las horrendas descripciones de la mujer con quien compartía el lecho.

Y todo transcurrió de una manera normal, con los días uno detrás del otro, que caían por su peso. Alver los recuerda con pesadumbre, tanto por no poder volver a ellos, como por el hecho de no poder recordar el nombre de la mujer con quien pasó sus años en paz.

Aunque él no lo sabe, se aproxima un momento que el mundo, ignorante ha estado esperando por años. 44 han pasado, desde que el abuelo de Musette navegara por las sombras del mundo, y viera por un ligero asomo, el terror que espera más allá de la cortina de vacío y mentira de la humanidad.
Así parece saberlo, incluso este bosque oscuro, que, mientras el hombre gris y frío que se refugia a su cobijo, recuerdas las noches que lo aproximaron a aquella que destruyó su vida.

Las lagunas mentales se han ido retirando. Alver, un poco apenas, con los ojos cerrados y la mente torcida por el esfuerzo, recobra los sentidos que lo rodeaban esa noche, la del 21 de abril, hace dos años, cuando el director del hospital le pasó el folio gris amarillento que venía sellado con el nombre: Musette Saint Claire Johansen.

Alver recuerda los escasos datos precisos que en el informe venían precisados. El árbol familiar de Musette, de la homicida psicópata del cuarto 28, no mostraba signos de demencia en generaciones. El único registro que parecía asemejarse a la pavorosa descripción de la insanidad de la paciente, era la de su abuelo materno.

El Oficial de marina Gustav Johansen, durante 1926, había sido encontrado a bordo de un yate abandonado, en inmediaciones del sur del pacífico. Entre los gritos e improperios del hombre, nunca nadie pudo sacar algo en claro. Sólo hablaba acerca de una estela de terrores innombrables, que esperaba agazapada a través de cielos y estrellas refulgentes, hechas más allá de los abismos, donde el hombre no puede penetrar.
Sólo eso. El pobre hombre luego había pasado una existencia reposada en su ciudad natal, acompañado por su hija y su mujer. Murió tiempo después, en un supuesto accidente jamás demostrado.

En esto pensaba Alver, tiritando de frío, sobrecogido por la negrura imperante en el recodo de ése árbol. Entonces fue que llegó a la noche del 24 de abril.
Su mente se retorció, y unas lágrimas bulleron por sus ojos. Él se incorporó con pesadez, restregando su cráneo. El bloqueo seguía allí.

¿Era Ella?

¿Había vuelto?

¿Quién era?

De pronto, la luz a lo lejos, perpetrando un poco más la oscuridad, se distendió. El grito, una vez más resonó por el mundo, y los árboles temblaron, destrozados por el terror.

Alver miró hacia allá, a lo lejos, y decidió, por fin, que sus pasos seguirían. No en vano estaban todavía esas marcas en sus piernas, cicatrices que nunca pudieron explicarse, que parecían hechas por lenguas de fuego, pero que le dejaban un aroma y una sensación de helado sueño.

A través de la vegetación y la penumbra, algo lo comenzó a rodear, mientras iba avanzando. Un hedor sulfúrico apacentaba junto a los árboles, y se internaba en sus sentidos. Era una pestilencia a muerte, y a profundidad. Extrañamente, Alver sintió, con nostalgia, el mar como lo observaba desde la ciudad, allá en Noruega. Sintió ese miedo impenetrable, mezclado con ese frío olor a descomposición.

El olor se hizo inaguantable, al fin, y Alver caminó en una especie de pesadilla, conducido por esa fetidez que hacía del ambiente una visión imposible de imágenes retorcidas. Apenas si pudo distinguir los pastos yermos por los que su pie hollaba, y que extrañamente, se ponían negruzcos y quebradizos.
Una senda de muerte, eso parecía. Con un gesto soñador, él levantó la cabeza un poco. El viento retorcía la imagen misma de las estrellas del cielo nocturno.

Nunca lo supo, pero cuando él salió corriendo por las callejas, en ese linde fronterizo de su ciudad, una criatura lo había estado siguiendo. Sus alas blanquecinas destazaban el aire que sangraba a su paso, y salpicaba las mentes de los que llegaban a verlo. Muchos quedaron encerrados en un mutismo, mezcla del pánico que los llenó por siempre, luego de ver a ese mounstro volador de forma imposible y que bufaba como si dijera todas las blasfemias imaginables a un tiempo.

De pronto, Alver se detuvo. Algo, más allá, oscurecía ligeramente la luz, pero no era un árbol. No, la sombra que de repente el hombre tuvo ante sí, era tan espantosa que nadie jamás pudiese imaginar que perteneciera a este mundo donde el sol aún brilla.
Una brecha de la memoria de Alver reaccionó. Esa túnica negra… lo llevaba de vuelta, a una noche… donde creyera haber visto una llamarada infinita, un sueño marchito y donde su mente se deshizo sin remedio.
La sombra gruñó algo ininteligible, y luego se le aproximó.
Extrañamente, Alver no sintió miedo. Ni siquiera cuando la pálida sombra del cielo descendió, y a la luz trémula de la luna pudo ver el rostro de ese ser.
No hay forma en que el humano común pueda soportar la visión de esta criatura, que a pesar de tan maltrecha y corrupta, mantiene una cierta decadencia rampante. Algo de anciano había en sus horribles ojos sin párpados, y en su boca llena de diminutos colmillos. Desde la abertura de la capucha se esparcía ese hedor. La pestilencia semejaba el aliento del viento pútrido de una criatura marina, en total estado de descomposición.
Alver no dio crédito a lo que veía, cuando una parte de esa criatura se asomó más. Desde la horrenda forma que semejaba su boca se oyó un sonido cavernoso.

“-La Altísima lo ha estado esperando”

Algo, en el interior de Alver, se removió, y en un instante se sobrepuso al golpe producido por el espanto de esa forma horrenda y demacrada.
Y eso era porque la forma cedió un paso, y le brindó al hombre la visión de ese escenario espeluznante.

Ahora, por fin Alver supo de dónde llegaba esa luz infinita. Mirando hacia el frente, distinguió un círculo de formas espantosas, iguales a la que le había dado la bienvenida. Todas ella rodeaban a esa criatura, que él osó recordar. Rememoró el afilado brillar de sus garras, y de sus larguísimas alas, así como pesó en su mente la imagen de esa sombra blanca, cayendo sobre algo que él odiaba y amaba más que nada en el mundo.
Esa criatura, la que parecía hecha de horror, blanca y retorcida, idéntica a como la recordaba, estaba inclinada, en una pose de adoración. Alver trató de evitar verla, y entonces, el fulgor blanquecino que vio, hizo que todo lo demás desapareciese.

Hubo algo más, como lo último que este pobre hombre sintió. Como si el cielo hubiese estallado después de un estertor de siglos, de estar esperando su muerte.
El altar, retorcido en sus horribles formas, comenzaba con un brocal de donde partían muchos brazos, cuyos dedos se agitaban lujuriosamente, sobre la estructura a la que daban paso, la cual, compuesta en su penumbra de muchos ojos, de un brillo apagado y mortuorio, miraba hacia la criatura blanca. Muchos tentáculos brotaban desde ella, agitándose hechizados.

Y entonces, Alver comprendió porqué el ser que le había dado la bienvenida hablaba con tanto terror. Y también porqué esa figura blanca estaba postrada, presa de un pánico y un ahogo demenciales.
El mundo, supo su verdad, y pronto todo significado se perdió, sumiéndose en la gris marea de los mares oscuros que llevan hasta Rlye`h.

Ése era el cuerpo físico de Musette. Los ojos de ella refulgieron más fuerte que cualquier estrella, y el mundo tembló. Los muertos, los vivos y los exteriores se sobrecogieron en su languidez, y Alver, el hombre que atravesó las tres realidades, en una época, fuera hace dos años, o hace millones, recobró la memoria, y supo qué debía hacer.

Wednesday, January 23, 2008

Intermedio


Quizá un día sepamos cuánto nos ha mentido la realidad...
Quizá un día despertemos, y veamos las lágrimas del todo...
Llegará el momento en que los cielos se quebrarán, y el cristal de nuestro universo, empañado, caerá ante el moho que por siempre nos acompañó.
El día, en que el amanecer sea de un sólo llanto, el de todos los que vivieron en falsedad, las estrellas rugirán y nos gritarán, embelesadas, lujuriosas y cadentes:
"Él ha despertado"