Sunday, December 16, 2007

Capítulo Décimo Primero


Era una noche llena de humedad. Alver la sentía pesada en sus miembros. Cada paso que daba, en las calles grises, arrastraba un dejo de lluvia, adornada ligeramente por las luces de la ciudad. Ese negro cielo nocturno era una cubierta tan terrena, tan sólida, que le causaba repulsión.

Y como lo había hecho durante esos dos años, mientras el viento susurraba con debilidad y las personas pasaban estúpidamente por su lado; él trató de rearmar los eventos en su mente. Su lucidez era algo tan despreciable en este estado, que él asestaba algunos golpes bajitos a la cabecera de su cama, cada mañana que despertaba, sabiendo que había atravesado algo más allá de un sueño, mucho, mucho más lejos de lo que el manto de la muerte se extiende.

Pero él no podía recordar.

Sus recuerdos se remontaban con fragilidad y sin consistencia, hasta apenas la noche en que despertó, tendido de bruces al pasto, mojado por algo que no era sangre, no era lluvia, ni era nada que los humanos conocieran ni pudiesen concebir.
Esa pesadilla le arrojaba la imagen de sus pies, descalzos, tambaleando, que a cada paso que dejaban, cubrían la frágil hierba verde cubierta de algo como nieve quebradiza.
Recuerda también, con un dejo de misterio, el que ahora nunca lo abandona, que siguió su camino, hasta entrar a ese lugar devorado por las llamas. Dejaba que ellas lo rodeen, que esas fulgurantes lenguas rojas y amarillas se escurran entre su cuerpo.
Pasaba por entre pasillos cuyas paredes ya sólo eran negros vestigios de estructura.
Hasta que llegó, al depósito donde se guardaban los expedientes de los pacientes.
Buscó, demencialmente, hasta encontrar, un pequeño documento, que más parecía un pequeño testimonio, sucio y casi olvidado.

Y, lo más claro de todo, aquello que aún ahora mantiene como un sello sempiterno, azotándole la cabeza, recuerda el camino que siguió, descendiendo los escalones, y dirigiéndose como un autómata, hacia el cuarto número 38.
Allí, también, se abrió paso por las llamas, que terminaban de consumir un despojo lamentable, que alguna vez habría sido un ser humano.
Sin dudar, se inclinó ante el camastro que estaba en una esquina, envuelto en una sombra inconcebible, que existía sin sentido, desafiando al fuego. Y con una fuerza tremenda, tomó el mueble, y lo lanzó a un lado.

Lo que estaba debajo, fue lo que hizo revivir su conciencia y su lucidez.
Porque de terror está hecho el hombre, y él se hizo uno solo con el pavor que desde ese día, y por siempre sintió.


Alver ha llegado a su hogar. Apenas un pequeño cuarto alquilado a un arrendatario casi arruinado, del cual jamás se aprendió el nombre, y al que le dirigió la palabra sólo para poder cerrar el trato.
El lugar era apenas un conjunto de cuatro paredes, de un sórdido empapelado que sui alguna vez fue blanco, tal verdad era desdicha por las manchas parduscas que lo cubrían en su entera longitud.
Los únicos muebles eran la cama, y una pequeña mesa, donde, siempre a la vista, estaba esa pequeña estatuilla que él recogió ese día, que trataba de rescatar del fondo de su mente.

La figura tallada que dormía debajo del camastro de Musette, en su forma pavorosa, silueteaba un mounstro salido de una pesadilla. Algo así como una cabeza de pulpo, alargada y entornada, expulsaba un sinnúmero de tentáculos, que retorcidos, cubrían un torso demacrado y derruido. A los lados, Dos brazos largos terminaban en sendas garras, horrendas muestras de frialdad, y de maldad, diríase. Esas manos espantosas se apoyaban en un trono, en el cual la criatura descansaba, y desde donde parecía observar, por siempre, todo a su alrededor.

Alver dormía y despertaba vigilado por esos ojos. Nunca dejó de sentir ese fulgor frío, mezcla de desprecio y fascinación, que lo había marcado por siempre.

Y esa efigie, como si quisiera dejar un diálogo solitario entre ambos, causaba un terror tan grande, que nadie más podía soportar siquiera su presencia. Por demás lo sabía Alver, ya que la única mujer que alguna vez osó trasponer la puerta de su habitación, aquella vieja portera que tercamente quiso limpiar el lugar; ella salió de inmediato, persignándose como una posesa, y con una lumbre en los ojos que dejaba a todas luces claro lo que su atrevimiento hizo con su cordura.

Tiempo después, Alver supo por otras voces que la señora se había suicidado silenciosamente, luego de múltiples trajines que había hecho sufrir a su familia, hablando de cosas que aterrorizaban a todo el mundo. La pobre anciana tuvo que expirar en un sanatorio mental, rompiéndose la tráquea con sus propias manos, pero soñando, ilusa, que así escaparía al influjo del terror del que la llenó esa mirada.


Después que Alver hubo escapado de aquél lugar, llevando en sus manos los papeles, y la estatuilla, huyó hasta donde otrora fuera su hogar. Allí permaneció por un par de noches, alimentándose de lo poco de comida que quedaba, demasiado guardada como para que los oficiales de la ley se la arrebataran después que lo llevaron preso. Recibió esos amaneceres con una rabia incontenible. Destruía todo, y se laceraba a si mismo, tratando de recordar, y tratando de explicarse porqué la luz lo lastimaba tanto.

Hasta que por fin, el tumulto de la rebelión se aplacó, así fuera de momento. La gente comenzó a regresar a su vida normal, y aunque eso no era una opción para él, tuvo que seguir el trayecto de todos. Con el poco dinero que pudo recolectar en su antigua casa, logró arrendar el cuarto donde se quedó.
Se dejó el pelo, así como algo de barba. Estaban demasiado lejanos los días, pero en cualquier momento alguien podría recordar que él era un criminal buscado.
No supo qué hacer con su vida hasta cierto día que el dueño del edificio le pidió que le guardara unos folios. Estaban escritos en portugués, y el dueño original los dejó con la mayor precaución.
El casero, no sabiendo dónde guardarlos, se los dejó a Alver, a sabiendas que nadie intentaría quitárselos a él.
Cuando Alver se quedó a solas con los papeles, pasó un vistazo rápido, y cayó en cuenta que comprendía todo. Ese idioma, el cual nunca aprendió, y pocas veces oyó, no tenía secretos para él.

Desde entonces, se dedicó a hacer todo tipo de traducciones. Desde libros hasta documentos. El trabajo era escaso y mal pagado, pero él lo cumplía con una facilidad que rayaba en el cansancio, pues ese escaso dinero no era suficiente para devolverle la vida. Así como su don de las lenguas era insuficiente para comprender las pesadillas que lo atormentaban, aún con los ojos abiertos, ni los recuerdos que ya parecían inalcanzables.

En particular, una visión lo atormentaba. En ella, veía unas colosales estructuras hechas de una materia imposible, elevarse y erigirse ante todo su mundo. El aire se convertía en un ocre macilento, casi verde. El cenit del cielo se volvía una oscuridad infinita, desde donde brotaba un viento envenenado.
Y entre todo ese mundo de pesadilla, una criatura caminaba. Su paso lento no tenía sonido, pero sí su respiración. Y Alver la oía, como si fuese el rumor de la tierra, lamentando albergar esa abominación.
La sombra gigantesca era similar a la pequeña estatuilla, pero aún con su paso lento, y su ciclópeo tamaño, impropio siquiera de la imaginación de un humano; infringía un terror mucho más sutil. Como rodeándolo todo, sin dejar válvula de escape a la exánime y pequeña muestra de vida que Alver representaba allí.

Rodeado y sumergido a la vez en esta vida de tormentos mentales, Alver se convirtió en una sombra, donde nadie podría reconocer que un día habitó un prestigioso psiquiatra.
Ahora, sus ojos desgajados y grises, se hundían en sus cuencas como escapando del mundo. Y tenía ya su piel una coloración mucho más pálida y enfermiza. Su forma enjuta apenas si dejaba entrever algo de carne. Sus huesos mismos se mostraban resentidos del horror. Su cabellera, ya demasiado larga, dejaba mechones blanquecinos, que se iban multiplicando con cada día. Sus ropas modestas adquirían un tono gris, y un olor a cementerio, que pocos podían soportar.


Sí, esa noche él caminaba arrastrando nubarrones de humedad. Pero algo en su interior se revolvía, con mucha más fuerza que antes.
Y era que en la pesadilla de esa noche, él había sentido algo, mucho más poderoso y aterrorizante.
Y por un segundo, por el efluvio pequeñísimo y lastimero de un instante, él sintió un ligero suspiro, y vio entrechocada a la oscuridad del cielo, y al verde de podredumbre.
Vio ese mundo de pesadilla, retroceder ligeramente, cediendo paso a un terror mucho más grande, y que refulgía como una estela de luz. Como un doloroso amanecer.

Y por una vez, él no levantó su voz, ni dio ese quejido suave, que se oponía a los aullidos de los Cultistas, a lo lejos.
Por una mañana, él no dio un Lamento al Amanecer.
Y en esa noche, él sentía la aletargada presencia de algo, aquello que no había podido recordar, que lo llamaba hacia su lecho, y a su mundo de pesadillas.

Incrementó su paso, más y más. Una gota cayó sobre su rostro, luego otra y otra más, y el mundo lloró a su par.
Hasta que él llegó hasta su edificio, y se escurrió por los escalones hasta el segundo piso, y de un golpe abrió esa puerta oscura y carcomida.
Pero nada había cambiado.
La madera podrida del suelo seguía quejándose de la misma forma. Las paredes eran iguales.
Alver dio unos pasos, sintiendo que la vida se le volvía a ir, y se sentó en su cama, pensativo, colocando la cabeza entre las manos, y mirando con rencor a la pequeña estatuilla. Algo como una franca expresión irónica escapaba de ella.

El hombre quiso escapar de ella, y fue por eso que lo hizo. Que bajó el rostro hasta descubrir, uno de los pocos recuerdos con los que había vuelto de su hogar. El pequeño espejo de mano que su esposa solía usar.
Alver lo sostuvo con delicadeza, y miró en su interior. Algo en él se acongojó, recordando lo único que deseaba olvidar totalmente. Su vida, que ya estaba enterrada hacía demasiado.

Y entonces, uniéndose a la par de sus tristezas, algo brilló en el espejo.
Y Alver, en ese instante, sintió con calidez cómo su conciencia volvía a huir.
Pues ese pálido suspiro que oyó, en su última pesadilla, se hacía corpóreo, en el reflejo, justo detrás de él, y ante esa ventana que saludaba al mundo ya sin lamentos.
Porque allí estaba ella, Musette, refulgiendo en su muerte eterna, brillando más allá del poder del Gran Antiguo…

Friday, November 23, 2007

Capítulo Décimo


Él sufría un indescifrable coro de lágrimas escurriendo por entre su corazón. Él, sin paroxismo, sin ira, ya casi sin comprensión, lanzó un grito, y corrió detrás de esa sombra que se había llevado a su Musa.
La Parte Muerta de la Tierra de los Sueños se resquebrajó también, herida por ese viento de repugnante hedor afilado.
Alver ya no sentía ese frío arrebatador, cuando atravesaba de cuajo las pequeñas formaciones de reseca materia desconocida, que estallaban en jirones de polvo celeste grisáceo, emanando un vapor de muerte insípida. Sus pies, descalzos aún, se movían solos, prácticamente. Sendas grietas se abrieron de ellos, apenas a unos momentos de partir. No brotaba sangre. ¿Qué podría, después de todo, rellenar las venas de un ánima cuya mente sólo ha sobrevivido hasta la mitad, y la parte muerta es la que desplaza su sombra?
Esa abominación, lo que quiera que fuera, ahora volaba por sobre la cabeza de Alver. Él ya no podía; mejor dicho, no se atrevía a mirarla. Tan sólo se limitaba a seguir el rastro que la sombra dejaba en el suelo a medida que su horripilante vuelo los alejaba de aquél satélite donde él había posado los pies, antes de comenzar. Donde Ella le habló por última vez.
Desde allí, desde ese trozo de tierra flotante, partía una estrecha franja de superficie carcomida, blanca como el resto. Hacia ambos lados, arriba y debajo, estaban las nubes. Algo así como unos chillidos entrecortados bullían desde ellas. Algo en todo el ambiente lanzaba un coro al estallido de dolores de Alver.

Imperceptiblemente, el suelo comenzó a ensancharse, adquiriendo la forma de una planicie blanquecina. Diríase que se iba convirtiendo en el principio de la península de vergel que se asomaba al océano blanco de las nubes. Pero el alma de Alver ni siquiera lo tomó en cuenta. Sus pensamientos estaban silenciados. Sólo quedaba algo ante él, y era esa horrenda pestilencia que seguía infectando el aire.
Hasta que, cuando la escaramuza se iba haciendo más enloquecedora; justamente cuando el suelo se convirtió en una ladera leve y cenicienta, por la que los pies de Alver escalaban ya, ocurrió que la sombra se convirtió en un salvaje frenesí, rayano en la lujuria, distendida y cambiante, resoplaba y se deshacía, recomponiéndose y recreándose.
Alver, clavado en seco en el suelo, sintió un sobresalto, casi como si su corazón recobrara la vida. Tembló, de horror y asco, hasta que por fin, el miedo a haberla perdido por completo se hizo más fuerte, y se obligó a si mismo a levantar los ojos, y mirar…

La criatura, si así se le pudiese llamar, se revolvía, en efecto, lanzando espumarajos de su propia materia, a la par que una gruesa emanación de sonidos incomprensibles escapaba de su esencia física.
Alver retrocedió, y cayó sentado, temblando y deseando poder vencer su impotencia, y cerrar los ojos. Y siguió así, sin moverse, observando, mientras la forma espantosa y demoníaca vomitaba su propia integridad. La masa negruzca que la componía se deshizo, lentamente, manchando las nubes de un repulsivo dejo de ceniza.
Y siguió así, hasta que tiñó todo lo blanco de las nubes, de negro.
La noche, la noche de las mentes muertas, abrazó a Alver.

Aquello que se había llevado a Musette, al final, dejó de existir. En su lugar, tan sólo dejó un vacío en el cielo, un hedor de largo desfallecimiento.

Pero Ella no volvió.

Y fue eso, sólo eso, lo que hizo que él venciera su rota fuerza de espíritu, y doblara los meniscos de sus manos, irguiera las agrietadas rodillas, y se levantara, temblando hasta casi romperse los dientes.
Aturdido por la soledad, Alver dio unos cuantos pasos al frente, con los ojos cerrados.
Tan sólo por un instante, sintió el cálido aroma de Ella, desvaneciéndose, desapareciendo.
Luego, ya no estuvo.
Alver abrió los ojos. Una lágrima corrió, invisible, por su mejilla. Su llanto estaba más allá de la mitad de su alma que se encontraba allí. Su congoja lo hizo avanzar unos pasos más, cabizbajo, mientras el cielo se cargaba de un sordo rumor de profundas voces que rezaban en versos ininteligibles.
El suelo mismo, temblaba también. Alver lo observaba, a cada paso, oscurecerse más y más, a medida que también se cargaba de ese sonido, y ese temblor.
Hasta que también se hizo ceniza.
Un viento sopló, fuertemente, venido desde un lugar imposible de definir. El llanto de Alver se fue con él.
Y cuando observó, estaba ante un lugar totalmente distinto.
La planicie se había convertido en un campo de ceniza, que se abría hacia el infinito. El único horizonte inteligible era una línea grisácea, a lo lejos. Frente a él, excavado en la ceniza, se mostraba un cráter. Era profundo, muy profundo. Tan grande se mostraba, que sus límites bien podían confundirse con los del horizonte. Desde abajo, un continuo efluvio de gases revoloteaba, danzante, meneándose al compás del viento frío.
La imagen mantuvo quieto por un tiempo a Alver, a medida que trataba de forzar su mente, y comprender qué pasaba en el interior, o el porqué aquel gas brillaba, cambiando su color a cada instante.
Ese vaho brillante dispersaba un sinfín de formas indefinidas, eternamente cambiantes.

Alver se concentró tanto en este nuevo fenómeno, que sólo atinó a sentarse lo mejor que pudo, cerca del borde de la sima. Absorto, con las manos en el mentón, y la boca entreabierta y murmurando palabras que no lograba comprender, no cayó en cuenta que los chillidos que había escuchado mucho antes, cuando aún perseguía a la sombra, habían regresado.
Tan sólo hubo una pequeña y fugaz advertencia. De pronto, él sintió algo como un limo verduzco que se habría paso, junto a él, a su izquierda.

Y los tentáculos.

Alver fue rodeado antes de que supiera qué pasaba. Cuando sucedió, el sulfúrico hedor de muerte de la Sombra le pareció un mero juego de niños.
La criatura que lo atrapó tan sólo emitía unos gorgoritos entrecortados, en tanto arrastraba a Alver hacia atrás, y él iba, lentamente, perdiendo la conciencia.


Hubo un estallido de blanco. Lo siguió una risotada que hizo negro el universo.

Un grito más allá del crepúsculo.

Los sueños de Alver, muerto dentro de su propia muerte, eran hilachas de desgarrado pánico.

El grito se repetía.

La música, olvidada desde que Musette lo llevó consigo, regresaba.


Hasta que por fin, demasiado herido por sus propias pesadillas, despertó.
Estaba echado de bruces en algo que hubiese sido una pared, si tan sólo algo de lógica aún existiese en ese lugar apartado del mundo que conocen los humanos.
Cuando sus ojos se abrieron, la incisión en ellos fue tan profunda, que tuvo que retroceder, aullando de dolor.
Aquel imposible piso que lo sostenía, estaba hecho enteramente de la decrépita atmósfera que emanaba el cráter. El choque, al ver todos los colores, fusionados en una sola existencia, fue demasiado profundo.
Unos pasos atrás, Alver trató de recomponerse. Sin poder todavía abrir los ojos por completo, palpó aquello que estaba en torno a él. El frío duro y plano le revelaron una pared. Otra de la misma naturaleza estaba frente a ella. A lo alto, un techo terminaba de componer la física de la jaula. Sin embargo, atrás sus manos no tocaban nada.
Hacia allá fue, abriendo un poco más los ojos a cada paso.

Hasta que sintió un ligero fresco, que en conjunto con la sensación de luz, lo hicieron abrir los ojos por fin. No pudo arrepentirse más de haberlo hecho.


Existe, dicen aún los Cultistas de la Orden, un sitio, alejado de todo lo que es llamado vida. Sepultado por todo lo que los hombres conocemos como existencia.

Un rezo tienen, para describirlo.

Ph'nglui mglw'nafh Cthulhu R'lyeh wgah'nagl fhtagn.

Alver no pudo comprenderlo, en su insignificante condición de humano, y tampoco lo comprendían los sacerdotes siquiera, pero al menos, para la mente de un humano, significaría algo como:

En su Tumba, en R`lyeh, Cthulhu muerto, espera en sueños.

Y ésta, en efecto, era la tumba del fallecido Gran Antiguo. Y así como no hay palabras que puedan explicar su presencia, tampoco un humano sería capaz de definir lo horrenda que resulta su visión.
Una abominación a todo aquello que los hombres creyeron sagrado, eso era. Una blasfemia al sentido mismo del existir.

Sus negras paredes de roca emanaban, o dejaban sentir, cuando menos, algo como un rechazo. Su dimensión está fuera de lo que Alver alguna vez creyó posible. Al frente, una suerte de escalera, tan enorme que un titán hubiese tenido que saltar para pasar de escalón a escalón. A la derecha, un monolito, circunvalado por una pared de roca, se elevaba varios kilómetros, hasta perderse en el más allá de este mundo de pesadilla
Un conjunto de edificaciones, de arquitectura ciclópea, manchaban todo el horizonte, dejando apenas espacio para algo del verde arrasar del cielo en el espacio.
Finalmente, a la derecha, resaltaba un edificio, mucho más que los otros, porque su forma, hecha de maldita esencia muerta, giraba sobre sí misma, perdiéndose en un atronador negro que deshacía las alturas.
En lo alto, en algo que brotaba como un balcón, donde el relámpago retumbaba, estaba Ella.
Alver no gritó. No se movió. No respiró, ni pensó siquiera.

Musette, en lo alto, observaba un punto alejado, más allá de la gigantesca escalinata.

Su efigie imperturbable, brillaba, amenazando con una rabia destructora, este Infierno.
Alver la sintió, irguiéndose más aún, mirando a la oscuridad, atravesándola.

Tal vez la amó más que nunca, cuando en silenciosa cadencia, ella volteó a mirarlo.

Un fugaz instante.

El oxígeno volvió, tamborileando con sonidos acampanados. La luz blanca mutó, rápida e inexorablemente.

Lo cubrió todo, haciendo que él despierte.


Y, antes de que hubiese vuelto a exhalar nuevamente, sintió un toque familiar.
No era la hierba moribunda, hecha de líquido sueño. Ni la roca dura en lo alto de las nubes. Mucho menos la ceniza ante la oquedad.
Era pasto. Simple pasto. Un bramar de voces, voces de personas, llenaba el ambiente. Un resplandor rojizo se reflejaba débilmente en todo el verdor de este suelo.
Alver miró alrededor.
Y esta vez lloró, lloró mucho en verdad, sintiendo el pecho romperse con los sollozos.

Frente a él, envuelto en llamas, estaba aquél hospital para enfermos mentales, donde había trabajado tantos años.
Donde encontró, un día perdido en el oleaje del tiempo, a la mujer que destruyó su vida.

Tuesday, October 23, 2007

Capítulo Noveno

Había paz, en la gris mansedumbre del mundo, cuando ellos echaron a andar. No medió palabra alguna. Tan sólo Musette avanzó, y detrás de ella, fue Alver.
El vértigo confundía y devoraba al hombre, en ese entonces, cuando hubo silencio. El relámpago había callado, y la visión de la Ciudad Muerta estaba allí, solitaria y horrorosa, destrozando el corazón de ambos.
Las nubes se fueron acercando, más y más, a cada paso. Sin música, no cabía la posibilidad del pensamiento, así que fueron dejándose absorber, a medias deleitados, a medias obnubilados.


Cuando estuvieron sumergidos, todo llegó a ser blanco. La enloquecedora ceguera de esta visión arrebataba al pobre hombre, en tanto se esforzaba por fijar la vista en Musette, quien seguía adelante, avanzando impertérrita, sin al parecer sentir nada.

¿O no estaba allí?

Alver trató, pero no pudo darle más fuerza a sus pasos. No podía avanzar con mayor rapidez. El suelo también, perdió su textura, y absorbiéndole los pies, se fue metamorfoseando en una cortina hecha de palidez lívida e inalcanzable.
Horrorizado, se detuvo. Miró por un segundo más a Musette, que se alejaba con, al parecer, más premura aún, como si escuchase un llamado. Su voluntad quiso comandarlo, pero su cuerpo no cedió. Y contra lo que deseaba, intentó sentirse seguro, y se agachó, arrodillándose hasta tocar la niebla blanca.
Sus manos fueron hendidas por un frío de muerte, pero no se detuvo. Recorrieron una distancia mayor de la que debía ser lógica, y por fin, ateridas y atenazadas, tocaron sus pies. Palpó un poco más, alrededor de donde los había posado, y su rostro, tanto como sus dedos, se torcieron en un rictus homogéneo, marcado de asco y desdichado pavor.
Con un estremecimiento, retiró los dedos y se irguió.

Hubiese lanzado un grito, de quedarle un hálito. Hubiese derramado una lágrima de pena, de quedarle ese remanente de existencia.
Porque ella, a lo lejos, se iba convirtiendo en una mancha difusa, en la sombra de un fantasma.
Y, completando el cuadro, la debacle, ella tarareaba una canción ligera, que sonaba, a medida que se alejaba, como el llamado a un niño.

El hombre quiso salir del encantamiento que en él producía el terror, pero sus pies, una vez más, se negaron a avanzar.
No la pudieron seguir.
Alver, demente ya, escuchó como suavemente aquello que tocó en el suelo, debajo, se reía, burlándose de su desgracia.
Cuando ella ya no estuvo, él comenzó a temblar. Sus ojos, empalidecidos también, se retorcieron huidizos.
Pudo haber sido una eternidad. Él la sintió como una muerte sobre otra, relamiéndose entre sí y disfrutando su desdicha, en silencio.

Hasta que se decidió, más allá de sus capacidades, a alcanzarla.

Su boca se contrajo, mordiéndose hasta producirse una hemorragia, lo mismo que sus manos. Olvidó todo, y arrastró su integridad hacia el vacío, hacia el abismo que adelante lo esperaba y que había recibido a Musette con suavidad, arrebatándole el inicio de su dulce canción.

El tiempo de silencio que condujo a Alver consigo se hizo uno, y se fundió con el hombre, convirtiendo su caída en un sueño infinito. No sentía nada. Ni siquiera el rozar de la niebla alrededor. No veía nada, a excepción de ese blanco imperturbable. Y, más que en ninguna otra ocasión, dudó de su existencia.


Cuando despertó, el albo refulgir del cielo lo recibió suavemente. La niebla se desplazaba, tan sólo un poco, sin quitarle el frío.
Pudo ver un poco más, y de nuevo, sus manos se retorcieron de miedo.
Porque la tierra donde estaba les está negada a aquellos seres que vienen de una mentira, y cuya existencia no pasa a ser más que un juego, en el capricho de el Antiguo.

Alver se levantó, sintiéndose casi vivo, con ese pavor. Dio unas cuantas vueltas, en el mismo sitio, llamando con voz queda a Musette.
Hasta que decidió que tendría que seguir adelante.

Sus pies conjugaron una melodía, a su vez. En esta tierra todo sentido parecía haberse roto, arrastrado por el extraño y fútil brillo que el suelo despedía, recorrido por esas nervaduras traslúcidas que tantos escalofríos producían en Alver.
Alrededor, se soñaban, también, ya que ni siquiera se adivinaban, extrañas madejas de figuras difusas. No tenían color, o bien Alver no podía comprender de qué estaban hechas. Por un instante osó imaginar que ésa sería la vegetación del sitio.
Pero aquella que estaba a sus pies, incólume, lo negaba.
Porque esas formas afiladas, sin color ni rastro, con apenas el atisbo de una sombra, eran como corpúsculos líquidos, quebradizos. Brillaban con fragilidad, como dotados de una propiedad que no era la vida, pero que podía traducirse como tal.

Algunos sonidos escapaban desde el campo de alrededor. Aleteos. Siseos. Alver deseaba desaparecer, y por fin abandonar toda esa entretejida existencia de imposibles.

Todo estaba hecho de sueño.

Alver fijó la vista al centro, delante suyo. Más que nunca deseaba ver a Musette. La llamaba con un quejido triste, convertido casi en llanto.

Los zarzales, si así se les podía llamar, jugueteaban en torno de él, creándose y destruyéndose a sí mismos, o atravesándolo, rodeándolo de su materia luminosa, tenue y no formada.
El camino se hacía más y más claro. Alver, torturado, respiraba apenas.
Los árboles de alrededor se habían hecho más grandes y más cercanos. Culminaban en una especie de techo alto, que en lugar de sombra, brindaba su gris luminosidad.
Se detuvo, de pronto. Entornó los párpados, con cansancio, y esforzándose por sobrevivir al vértigo arrebatador, comprendió que el suelo se iba dibujando cual una espiral. Como un rizo a través del cual él circulaba, rompiendo toda ley lógica y de probabilidad.
Había estado dando vueltas en ese mismo eje, poniendo el cielo por debajo, a cada parte del bosque que atravesaba.
Susurrando, deseó que la niebla no se hubiese ido. Rogó a su ceguera regresar.

En su devaneo, Alver giró sobre sus pies. La hierba temblaba. El suelo, se agitó.

Y esa mirada.

Alver retrocedió, y cayó hacia un colchón de zarzas retorcidas, que lo empaparon de hielo.
Se levantó, con la presteza que sólo el horror puede dar, y se lanzó a correr, jadeando, en tanto el suelo le ofrecía más hierba para destruir, para bañarse en su existencia soñada, atormentándolo.

Y es que había logrado ver, por un momento fugaz, el rastro de algo que también escapaba al coro de sueño, como él. Y esto era mucho, mucho más aterrorizante que el ambiente imposible en sí, pues… ¿Qué criatura podría vivir en tal sitio?

El camino se fue retorciendo, más y más, destrozando sin piedad el sentido de la lógica del pobre hombre. Cuando creía que su mente no podía ser torturada de otra forma, que superara los horrores previos, el pastizal se retorció, y Alver empezó a caer, a través de él, de una forma que no tenía motivo en realidad.

Atravesó una espiral, desconocida, y su cuerpo fue arrojado a la nada.
La caída hacia lo alto lo hizo despertar, brevemente.
Y con un pequeño ristre de los ojos, vio que se alejaba de la parte más espesa del bosque. Que esa tierra, que él había recorrido a pie, se alejaba cual si volara por sobre su cabeza.

Pero no se permitió este nuevo padecimiento. Y logró sobreponerse, en su vuelo por esa tierra extraña, ya que muy dentro, en su corazón, que al parecer seguía vivo, sintió un ligero toque de conciencia.
La voz de ella.

El suelo que lo recibió estaba también, hecho de esa materia de pesadilla. Tan sólo que éste, a diferencia de aquél de donde provenía, parecía mucho más moribundo. En lugar de esa iluminación soñada, incomprensible, tan sólo había palidez. Y los desgajados mechones de las zarzas se retorcían apenas sobre sí mismos.
Pero este suelo, y este gris incipiente, que hacía las veces de mar, en todo el derredor de esta isla pálida, suspendida de la nada, no medraron en Alver.

Porque justo allá, delante, estaba Musette, quien lo miraba con una sonrisa tristona y luminosa.
Sentada estaba, en el extremo de la isla. Sus pies, colgaban hacia la nada constituida por el cielo.
“-Llegaste, por fin…” –dijo suavemente.
Alver no pudo articular palabra. Se sentía llorar, pero no estaba vivo como para hacerlo.
“-Eres más fuerte de lo que creía, mi querido Alver –continuó Musette, como adivinando los sentimientos del hombre- Hemos atravesado el lugar de las mentes muertas”
“-….Y… ¿dónde estamos?... “–replicó apenas Alver
“-En el extremo de la tierra de los sueños. Estoy llegando al fin de mi camino”

Un estremecimiento, más fuerte que todos los anteriores, invadió a Alver. Su corazón sintió como si ese hielo impenetrable del bosque lo hubiese tocado hasta su interior.
Algo estaba allí.
Musette lo miró, más profundamente, y Alver percibió un hálito cálido, seguido por un hedor indescriptible.
Y entonces, surgida de las más profundas oquedades de la pesadilla más negra, hubo una aparición.
Musette no dejó de mirarlo. Ni siquiera cuando esa sombra negra, hecha de blasfemia y perversión, se irguió en ese sitio. Ni cuando esos ojos pérfidos y envenenados se posaron sobre esa efigie de belleza.
Y Alver quiso gritar, quiso volver a volar. Escapar, o perseguirla, pero no tener que mirarla, cuando el limo negruzco de esa criatura la rodeaba, ocultando sus ojos, sus manos, su esencia.
Musette ya no estaba allí.
Alver la volvió a perder, sumergida en la negra forma de aquello que no es vida, y huye a la pesadilla.

Monday, October 22, 2007

Ya llega...

Este martes 23 publico el capítulo noveno.
Espero perdonen el retraso, pero prometo no defraudarlos.

Saturday, September 29, 2007

Capítulo Octavo


El vuelo del aire. De la esencia, se desperdigaba todo por la extensión de la piel de Alver. Su mente habíase roto por completo, y he aquí, que, luego de todo su padecimiento, luego de la separación de su cuerpo y su esencia, se veía entero de nuevo.
Y por primera vez en quién pudiese saber cuánto tiempo, su conciencia regresó.

La miró. Ella, recortada contra la infinita palidez del cielo, se revelaba cual una grácil y etérea visión de algo demasiado puro y brillante como para formar parte del mundo de donde habían escapado.
Sí, el viento estremecía volutas de fría paz entre los brazos de Alver, mientras la soltaba, y se sentía libre. No era capaz, no aún no, de preguntar, dónde estaban, ni qué había pasado.

Quería respirar, aunque fuese por ese momento interminable, ese viento que traía una paz similar a una muerte bienvenida.


Poco a poco, con delicadeza, ella fue soltándose del abrazo de Alver. Envuelta en la luz blanca que venía de lo alto, sus ojos eran invisibles a la vista del hombre. Sin embargo, una sonrisa iluminaba su rostro.
Alver quedó de rodillas. Su esencia no terminaba de recomponerse, y aún definía lo que era de nuevo sentir la vida en sus manos. El tacto, la vista y el oído.

Después de unos momentos, creyó estar listo. Su engaño fue tanto más palpable como doloroso y a la vez subyugante escuchar que ella hablaba, por fin, hacia él.

Cuando Alver giró su rostro, creyó que aún seguía en la inmensidad convaleciente de su fantasía.
El escenario era como volver, una vez más, al inicio de todo. Pero esto no era él, sino el mundo entero. Era algo así como si toda la naturaleza de su universo se hubiese recamado en la cuna desde donde partió.
Alver nunca creyó o soñó, que vería algo tan pálido, tan brillante y refulgente, en esta vida o en la que le precediera, o en todas aquellas antes de que su espíritu fuera capturado.

El sitio donde estaban, coronado como se mostraba, era una pequeña isla flotando en un infinito de blanco fantasmagórico. Eran nubes, en verdad, eso que estaba por todos lados, y que no se terminaba jamás, posara donde posara los entornados y casi ciegos ojos.
Pero lo que estaba en lo alto no era el sol. No podría serlo, pues el sol es un ardor, un brillo amarillo y cálido, sobre la piel de aquél que vive aún.
Y eso, lo que fuera, que lo rodeaba con luz, era frío, y estremecedor, pero seductor e hipnotizante a la vez. Y no, de ninguna forma sería capaz nadie de llamarle vida a lo que transmitía.
Alver recordó la música que oía, allá lejos, cerca al altar donde Musette había quedado, y donde murió. Por un segundo, la entendió. Por un instante, fugaz pero pétreo, supo de dónde venía y quién la interpretaba.

“-No eres nada, y probablemente ni siquiera existes”

Éstas fueron las primeras palabras que salieran de la boca de ella, desde aquella era cuando Alver estaba encerrado en el hospicio.
Y por primera vez, él, que acababa de renacer, y cuyo espíritu apenas comenzaba a recomponerse, habló.
“-Y… ¿quién eres tú?” – preguntó, con voz queda. Avanzando a tientas un trecho, y tratando con dolor de levantarse. Musette se había alejado, y ahora miraba hacia un punto perdido en la lejanía.

Volvió a sonreír. Cerró los ojos, pensativa, y ya sin ése halo de dolorosa divinidad, replicó:
“-Soy Musette Saint Claire Johansen.
Ustedes me declararon demente. Tú, creíste que estaba demasiado sola.”

Musette era la criatura más bella de la creación de Dios.
Así lo sabía Alver, ya que, tal vez en un intento, desquiciado también, de acercamiento, él la había visto, a través de la estrecha rendija de su habitáculo, cuando aún era ella una paciente, y él, su doctor. Y la había seguido observando, fuera del cuarto 38, cada vez que los doctores iniciaban una terapia con ella.
¿Qué lo había impulsado a dirigirse hacia ella, esa noche, cuando su vida se destrozó?´

“-Sí, creí que estabas sola. Que tu temor no te permitía traspasar los muros y abandonarnos” –dijo, aferrando sus piernas, y comenzando a incorporarse.
“-Tuviste lástima”
“-Sí…”

Musette desvió la mirada. Entonces, cuando Alver terminó de ponerse de pie, cayó en cuenta la distancia que los separaba, y lo ligeras que se oían sus voces. Él, en lo personal, no había elevado su tono más allá de un mero susurro, y las palabras que oía de ella tampoco atravesaban ese umbral.

“-Si supieses lo que nos aguarda… -siguió ella, sin voltearse- lo que nos observa a todos. A TODOS, la lástima la sentirías hacia ti”
El son de la voz de Musette era helado y sobrecogedor. Alver se contrajo, presa de un espasmo nervioso.

El ambiente cambió. De pronto, aquello que los iluminaba sufrió también algo así como un retorcimiento. La luz se hizo más grisácea, y tendió hacia un nuevo tono confuso, mezclado de diversas penumbras hechas claras.
Musette continuó, al parecer sin sentir este nuevo cambio.
“-Tú viste quién era yo. Antes.”
“-¿Antes?”
“-Cuando era libre…”

“-Si te refieres a tu registro –gimió Alver, pues algo había empezado a lastimarle, desde arriba.- sí. Observé los crímenes que habías cometido. También estudié el diagnóstico de tus anteriores doctores”
“-Los anteriores… –respondió burlonamente Musette- ellos fueron más listos. Después de un tiempo supieron al menos un poco de lo que pasaba. Fue sensato desaparecer de mi vista”

Alver se distendió, en todo lo que su cuerpo alcanzaba. Estaba desafiando el dolor, retando al sonar tenue que se escurría desde lo alto, hiriendo su mente.
“-Ellos sólo dijeron que no mostrabas resultados… -debatiéndose, Alver adoptó un tono más fiero, en sus palabras, su expresión y su mirada- Te abandonaron porque no avanzabas de ninguna forma. Solamente eras una paciente terca, empeñada en tu silencio y en mostrar normalidad”

Apenas terminó de hablar, Alver sufrió un nuevo golpe.
Mejor dicho, una nueva hecatombe.
Al unísono, eso, lo que fuera que brillaba en el cielo, se destrozó en miles de fragmentos que brillaban enrojecidos y danzantes, rugiendo y destellando. Era como un relámpago interminable, abrazándolo todo, cubriendo el islote donde ellos permanecían de pie.
Al unísono, eso, lo que fuera en realidad esa criatura que aún se hacía llamar por su nombre de persona, se volteó, y cegó con su mirar, rampante y despiadado, al triste muñeco apenas construido que era su desgraciado interlocutor.

Y ambos bramaron, con una fuerza sin parangón, entremezclada y sublime en toda su horripilante intensidad.

“-¿Soledad? ¿Soledad dijiste, ignorante? ¿Sabes acaso qué es lo que guía tus pasos, lo que agita tus pulmones, lo que cosquillea dentro tu corazón? ¡Pretendes hacerme creer que después de que has escapado hasta el otro lado y has llegado conmigo, no comprendes nada aún!
“¡Soledad! ¡Qué concepto tan fútil!... ¿No has notado ese iris opalescente? ¿La mirada helada de nuestro creador? ¡¡¡Él me ha reclamado!!!”

Musette, hiriente como una tempestad, se iba recubriendo, poco a poco de una aterrorizante bruma hecha de belleza pura. De iracundo centelleo. Se antojaba algo como un gris, o mejor dicho un color hecho de plata. Sacro. Intocable. Impensable, quizá.

“-¡¡Pero Él cometió un error!! Porque así como me otorgó su sangre. Así como te dio vida a ti, y todos los otros, a mí me dio algo más, que atraviesa muerte y vida, que quiebra a los dos demonios que asolan tu raza. Me dio música. Y me entregó las partituras, ¡para que yo las cante! ¡¡Pero yo canté primero para mí!!
“¡¡¿Y sabes qué fue lo que vi?!! ¡¡A toda mi familia!! ¡¡A todos lo que conocía, como una marioneta!!
“-Pero me dejé conducir. No lo pude detener. Con mis manos hice de su efigie mi homenaje. Evité mi vida.
“-Sin embargo… -Musette viró hacia algún punto, invisible, perdido en la inmensidad, y brilló aún más que antes- Algo no le pude permitir… Mi hermano… él comenzaba a oírla también. La música se internó en lo que su alma significaba.

Alver tembló. La comprensión resultaba infinitamente más desgarradora y dolorosa que su padecimiento.

“-Yo lo amaba. Y aún si él fuera una mentira, como todo, yo no lo iba a permitir. No dejaría que su esencia se marchite y se pervierta volviendo a su origen. ¿Me puedes entender? ¡Si él hubiese seguido con vida, su destino se habría cumplido!

“No habría sido mi hermano, a quien le dediqué mi corazón, el de verdad, y tan sólo se convertiría en un eslabón más de la cadena que nos ata a Él…”

Musette calló. El relámpago cesó. Un cansino dolor de pena se cernió sobre Alver, mientras la sinfonía se iba aligerando, y atravesando el cerco, dentro de su cabeza, y preparando lo que vino entonces.

Su último Crescendo.

Cuando las nubes aullaron, Alver ya no pudo soportar más, y él también gritó. Un terremoto sacudió despiadadamente la roca donde estaban los dos.
El pico más alto, en el mundo de los sueños, se resquebrajaba, dando la bienvenida a las afueras de la Ciudad Muerta.
Y cuando Alver creyó que los elementos no podían componer una tonada más mortal, más hecha de fatalidad, entonces las nubes a lo lejos se abrieron haciendo un vórtice, y de ellas, salió la visión más horrorosa, más abominable que jamás pudo imaginar.

Musette miraba hacia allá, y ella ya no refulgía. Algo así como una lágrima atisbaba tímidamente en sus ojos, temerosa de dejarse ver.


La arquitectura misma de lo que emergía era un monumento a lo perverso, a lo degenerado del origen del hombre. Manchaba toda la infinidad de su campo de sueños.

Ésta era Rlye`h. La gran tumba del Antiguo. .

Saturday, September 08, 2007

Capítulo Séptimo


Rabioso, el sol lanzó un último rayo, que cayó significativamente en el lugar del deceso.
Y la sangre de Musette, aunque entremezclada con el pastizal gris, brilló fríamente.

Alver gritaba a voz en cuello. Le dolía, le dolía increíblemente, mucho más que las voces, o que la música, lo hacía padecer mucho más, este silencio que trataba vanamente de llenar con su voz rota.

Aún gritando, aún sufriendo, puso sus manos al suelo, y se arrastró lamentablemente. Apenas si podía levantar los ojos. Su boca rezumaba un limo mezcla de sangre, saliva y el exceso de lágrimas que él mismo había estado tragando. Le impedía respirar adecuadamente, hasta que su avance se convirtió en un cortante suplicio.

La criatura blanca se inclinó hacia Musette, o mejor dicho, hacia su cabeza. Parecía estarla olisqueando, pero Alver, incluso en este extremo de su locura, no se atrevió a mirar. El sonido entrecortado de esta criatura era horrible. Llenaba el aire vacío y negruzco de una hediondez que parecía hecha de odio.
Y siguió así, acompasando el ritmo del arrastre de Alver. El mounstro no parecía tener reparos en que el humano siguiera avanzando. Después de todo, era lo mismo que el despojo de cualquier criatura que se menosprecie.
El toque de la grama casi negra del suelo estremecía a cada momento, más a Alver. Había algo extraño en este sitio, en esta forma de sentir con el tacto, a este lugar en el mundo.
Más allá del dolor, que subrepticiamente cada hebra de pasto dejaba, al cortar, con sus afiladas y rígidas puntas, en los dedos del desdichado, estaba ese hecho, extraño, de que éste, cada vez menos, sentía el peso de su cuerpo.
Por un instante, Alver se detuvo. Creyó que por fin, la mortaja se levantaba. Que el Dios al que vanamente le rogaba lo había oído por fin, y que dejaba su cuerpo. Creyó, aliviado por ese segundo, que estaba muriendo.

Pero no terminaba de sentirse así. Es más, esa sensación de vértigo, tan carnal, que comenzó a acompañarlo, no era propia de fuera de este mundo. Se diría, más bien, que era una llamada desde un abismo, que estaba allí, pero que su mente no osaba descifrar.
Alver no se detuvo, aunque con esa gravedad que comenzaba a variar, estrepitosamente, sentía náuseas. Su estómago parecía contraerse, rechazando su avance. Es más, su organismo entero lo rehuía.
El cuerpo humano no está hecho para la visión de la Grandiosa Rlye`h. la Ciudad Muerta, en las profundidades, oculta debe quedar. Existen seres que avizoraron, en sueños rojos y malditos, sus paredes hechas de enjuta carroña, pero ahora sus almas deambulan una fantasía de locuras despreciable, sin existencia.
La mente humana no está hecha para la visión de la Grandiosa Rlye`h.

Toda esta elucubración horrible, fue destazada de un solo tirón, cuando Alver despertó de nuevo, con un dolor tan sobrecogedor que incluso su cuerpo venció el vértigo, y se vio obligado a levantar los ojos al cielo, pues tanto padecimiento ya le impedía gritar.
La criatura, luego de examinar detenidamente la cabeza caída de la Altísima, lanzó un chillido, agudo y brutal, a los cuatro vientos. Sus alas, descontroladas, comenzaron a aletear sin sentido, con un ritmo frenético que parecía estarlas rompiendo en toda su integridad. Y esos espantosos palpos que constituían sus pies. Esas garras que sobresalían de forma desigual, arañaban el piso gris. La criatura lanzaba una confusa serie de silbidos, siseos y algo que llegaba a parecer sollozos.

Alver la miraba, y más que nunca antes, deseaba morir. Porque no podía cerrar los ojos. Su cuerpo ya se negaba a obedecer el menor mandato. La bestia, cayó al suelo, y empezó a contornearse. Evidentemente, estaba sufriendo. Y su agonía la estaba arrastrando a una aclamación de rabia que hería el alma de Alver como sólo podrían hacerlo los Siervos del Antiguo.

Entonces comenzó todo.

Algo, muy sutil primero, y luego poderoso como una tempestad, cambió en el aire.
Alver no lo vio, pero lo sintió, extrañamente, corriendo y galopando en el fondo de su corazón. Su mente, sorda ya, no lo comprendió.
El cielo mismo se hizo blanco. Y vacío como estaba, dejaba ver la verdadera luz de los confines del universo. Él, en ese sitio, se hizo visible ante aquellos ojos que miran desde distancias incomprensibles.
Y un rostro negro, que miraba con un desprecio infinito, se distendió sobre todo lo que brillaba en esa bóveda de cielo blanca.
Alver lo sintió. Un trueno sobre todo lo que era existencia. A través de todo el universo.
Tan lejano que su sonido repicó cual eco de muerte, vacío y desolado, en toda su integridad.
Él estaba sintiendo lo que constituían, lo que simbolizaban, aquellos que miran desde el Otro Lado. Los Primigenios. Aquellos que vieron un día el nacimiento del Antiguo.
Alver, casi en un suspiro, concibió algo como un espacio, dentro de él, y su mente, así, vacía como había quedado, se abrió de par en par. Un torbellino, de un color imposible de definir, se extendió, apareció en todo su ángulo visual.
El aire mismo vibraba, y rebullía, enloquecido. Era una tormenta invisible, que tanto adentro como afuera, estaba destrozando la integridad de este ser.
Apenas, como tan sólo una reminiscencia, Alver fue capaz de escuchar los últimos gritos de la criatura. Parecía estar tan lejos…



Se sumergió en la nada. Mejor dicho, la nada se sumergió en él.
Alver perdió control de sus sentidos, una vez más, pero más potente y fuertemente que nunca, y envuelto en ese tornado de oscuridad y luz, sintió que regresaba, minutos, horas, días, y años atrás. Su corazón latió de nuevo, como cuando era niño, y sus conocimientos se sintieron frescos, y vacíos de responsabilidad y dolor.
Pero el flujo no se podía detener.
Y pronto, Alver percibió, con desesperación, cómo su ser se contraía sobre sí mismo, sin medida, hasta que, perplejo más allá de lo que podía imaginar, observó un halo de luz blanquecina, que provenía de él mismo, cuando era tan sólo un pequeño espíritu, vagando por la inmensidad, en busca de un cuerpo. Cuando aún no existía en el mundo que la mentira del Antiguo creó.

Pasaron miles de años, así.

En el vacío absoluto, el parpadeo de una partícula es el ocaso de una estrella.

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Alver se llenó de esa nada, tranquilo y feliz, dejando que esa paz fría lo inundara.
Hasta que, cuando todo hubo pasado, debió regresar.
Y su composición, como espíritu, se llenó de carne maltrecha de nuevo. Opacamente, podía sentir el torbellino a su alrededor. Brillaba rojo como sangre hirviendo.
En ese confuso girar de su mundo, veía como una cruenta y cómica pesadilla, las partes distendidas de su integridad corporal.
Ora aquí una pequeña falange, allá los trozos que compondrían su nariz.
Su boca.
Su otro ojo.
Su estómago, retorciéndose.
Su corazón, que comenzaba a latir.

Y entonces, el silenció volvió a romperse, y un coro de voces malditas y rasposas penetró la contextura de ese carmesí volátil.
Frenéticamente, gigantescas estructuras viscosas y babeantes llenaron el ambiente.
Los tentáculos rodearon a Alver. Su boca, a su frente, gritó de terror.
Su corazón, debajo de sus ojos, comenzó a latir mucho más fuertemente.

La música volvió, traída desde el mundo sumido en las sombras, a donde regresaba, desde millones de años atrás.

Pero cuando los tentáculos se revolvían nuevamente, cuando tomaban esos trozos de cuerpo casi con vida, en este instante aciago, el torbellino brilló mucho más que nunca antes.

Y en un arranque de pasión demencial, arrostrado por esta visión, Alver terminó de componerse finalmente, y fue un humano de nuevo.
Porque; rompiendo la pantalla, la cortina de alucinaciones, y convirtiéndola en una especia de contrita máscara de carne podrida, que atravesaba con sus gráciles y hermosas manos; estaba Musette.

Una sonrisa demencial acompañaba su rostro, y sus ojos, abiertos hasta el límite, brillaban con una belleza que hasta hacía valedera la existencia.
Tendió una mano hacia Alver, y éste la tomó.
Y logró huir.

Cuando cayó, el viento bramaba con furia, y un frío bienvenido, de ésos que confirman la existencia, salpicaba en su rostro. A su alrededor, debajo y arriba, un cielo gris de nubes de este mundo lo acogía.
Y Ella estaba ante él.
Solos, en lo alto de lo más escarpado, en el mundo, cubiertos por sólo nubes y frío, se sintieron en paz.

Y él, llorando, abrazó las piernas de Ella. Y creyó que era feliz.


Tuesday, September 04, 2007

Retrasos

Debido a mi carga de trabajo, el séptimo capítulo se retrasará hasta este viernes 7 de septiembre...

No se vayan!!!!!!!!!!

Wednesday, August 15, 2007

Capítulo Sexto (Un Fantasma, la Pesadilla y el Amanecer)



Alver trataba forzosamente de sobrellevar el sofocamiento que su cabeza sufría. El desquiciado compás de la música que se oía imperceptible en el exterior, acelerado, retumbante y sanguinario, no dejaba rastro de paz. La melodía, con esos ritmos, taladraba el interior de este desdichado.

Musette había recorrido un campo virgen, despoblado, cubierto solamente por una tímida y delgada capa de hierba pardusca y débil. La sabana mostraba una suerte de temor, al sentir sobre ella los pasos de la criatura. Y a través de éste campo la había seguido Alver, cansado, hambriento, y demasiado destrozado como para siquiera seguir sintiendo rabia hacia esta luz blanquecina que se veía obligado a apremiar.
Antes de que llegaran, Alver, incapacitado de articular vocablo alguno, levantaba su mano, quedamente, apuntando hacia Musette, y le pedía, en una súplica muda, que se detuviese. Que dejara de danzar por este mundo de sol.
Habían árboles, en derredor, que sufrían un palidecer de grises tonos, contrarios a la vida que el astro sol les entregaba. Y es que Ella, la Altísima, tenía un fulgor de otra casta. Más antigua que lo que un miserable experimento de existencia podría aceptar, o soportar.

Y el resplandor, amarillo primero, y luego yermo y rojizo, fue desapareciendo, a la par del ruego de Alver, quien comenzaba a comprender que la danza de Musette no se detendría. Quizás seguiría atravesando el mundo hasta que el soplo de libertad terminara por horadarlo, sacar su corazón, o lo que quedaría de él, hasta el exterior, para que pudiese pudrirse por fin.

La noche se hizo, entonces, y fue, en este círculo de silencio oscuro y decadente, que la música comenzó a sonar. Primero fue grácil, suave y lenta, como un saludo, como un abrazo.
Y por ese breve instante, alivió al pobre hombre que seguía a la efigie del Antiguo. Convirtió su pena en un sobrecogimiento repleto de ansiedad callada. De una incertidumbre que le borró el dolor, el cansancio y la tristeza.
Entonces, después de un tiempo que ya podría haber calificado de inmemorial, se irguió. Sus pies dejaron el lamentable paso de arrastrar el fardo de carne de su cuerpo, y caminaron, caminaron de verdad.

Ella no lo notó.

Es más, su paso se aceleró. Su danza se dejó de entretener con el mundo horrorizado, en tanto la luna surgía en lo alto del cielo.
Cuando los cantos comenzaron, ellos dos paseaban de la misma forma. El loco, el desposeído que no pudo cumplir el propósito para el cual su raza había sido creada, y Ella, la señal misma de la pisada de un ente superior en el desconsolado mundo de los humanos.
Una especie de negrura frágil y líquida los recibió, de pronto, mientras la luna daba un blanco de paz y tranquilidad por fuera. Sus pasos se convirtieron en tan sólo murmullos de tierra removida. Ella dejó de resplandecer. Él dejó de padecer.

Y por un momento, sólo estuvieron los dos, junto a la música, a la oscuridad y a la certeza de que sus vidas eran, por fin, algo más que una mentira.




Fue cuando los pasos se volvieron pesados y profundos de nuevo, cuando la luz se encaramó sobre las copas de los árboles, que se abrían, abandonándolos a su suerte una vez más.
Apenas un rastro de luminosidad, ante los ojos del desgraciado Alver, y la música comenzó a retumbar. De pronto se convirtió en un insoportable gorjeo, continuo y doliente. En el próximo tramo, él desfalleció. Se quebró una vez más, y arqueado, casi arrodillado, se enmarcó con los brazos, tratando de protegerse.
Entonces fueron los tambores. Acompañando el musitar insoportable de antes, que ahora parecía convertirse en una sucesión de chillidos, el ritmo destrozado atravesaba a Alver.

Y esto era porque Musette estaba llegando a donde la señal del Antiguo estaba marcada.

Era éste sitio, cerrado por un círculo de rocas grisáceas, demarcado por trozos de metal enrevesados con una maestría rayana en la demencia, donde Ella por fin se detuvo. Alver se quedó fuera. Demasiado aterrorizado y demasiado confundido, convulso y dolorido como para atravesar el portal de rasgos afilados como navajas, que señalaban un campo circular, al centro del cual se mostraba esa ignominia contra la razón de su raza.
Un monolito. Una roca alta cual obelisco, demasiado geométrica y perfecta como para un sitio salvaje como éste. El pálido fulgor de la luna temerosa chocaba contra de este objeto, y se refractaba en miles de haces de entidad sin sentido.
Fue así, en esta visión del terror que rodeaba su existencia, que Alver cayó en cuenta que todo hasta entonces había sido falsedad. Su nacimiento mismo era obra de la misma locura que ahora desgarraba su sentir. Sólo, como obra maestra del destino, como señal de lo que en verdad significaba algo para el universo, estaba Ella. Y Ella era de verdad.

Alver quiso gritar, romperse el pecho, que le doliese, pero que fuera un dolor real. Quiso exclamarle a ella cuánto la amaba y cuánto la odiaba. Darle las gracias por haberlo llevado hasta allí, para que supiese que desde sus ancestros hasta él no habían sido sino máquinas. Zánganos al servicio de algo más grande y cuya mente no osaba comprender. Y también quería destruirla. Apagar por fin este demencial resplandor de verdades innecesarias en su vida de insecto. Regresar a su falsedad. Volver a la mentira de su existencia. A la cruel estafa que representaba la presencia de aquella mujer a la que había creído amar, y de la cual ya no recordaba nada.

Y cuando por fin, absorbiendo el resonar de ese exterior impío, dio un paso al frente, levantó la mirada, en exceso obcecado como para siquiera darse cuenta, sintió un afilado puñal que lo atravesaba por completo, en tanto un helado chillido quebraba toda la música alrededor, y una sombra, blanca, en una contradicción inexplicable, tapaba la luz de la luna, se disponía ante Ella, y se apostaba en la cima del monolito.

El terror se elevó, ya ni siquiera en él, sino más bien hasta el resto del mundo, por todo lo que llamaban aire, por todo lo que llamaban existir.
Y era que, por fin, luego de esa jornada de interminable dolor y desasosiego, él la tuvo ante sí, de verdad, no como una entidad a la que ni siquiera soñaría con aproximarse.
Musette, lentamente, giró su cabeza, y dirigió esos ojos, como centellas despiadadas de belleza incognoscible, hacia Alver.
El corazón del hombre, contrario a todo lo que podía esperarse, sintió algo así como un resurgir. ¿Cómo si no, habría podido sentir un dolor tan enloquecedor; cómo sentiría esa lágrima pesada y corrosiva que iba hacia dentro?

¿Cómo podría llorar un cadáver; en el instante que esa entidad blanca y desconocida, desplegó esas hórridas estructuras que parecían alas, se lanzó hacia abajo, hacia el mundo que despreciaba su señor, mostrando esa espantosa mueca que tenía en la cabeza, y que no, ni siquiera en una alucinación de la peor de las pesadillas podía denominarse un rostro, devanando ese fluir de tentáculos que lo rodeaban; en el instante que llegó hasta la superficie, y silenciando todo, arrancó de un tirón la cabeza de la Altísima?

Sí, la música se detuvo. Alver cayó de rodillas. El dolor que sentía ya no venía de su cabeza, sino desde su pecho. Entonces, por fin, fue capaz de hacerlo. Dio un grito salvaje, estentóreo, hacia la nada, mientras su corazón se rompía en miles de pedazos.
Y lloró como un niño. Lloró a su musa.

La sangre de Musette se esparció por la hierba del círculo de rocas, llevándose consigo lo que era verdad.

Y sólo quedó este hombre, que ahora lloraba como un niño en una pesadilla de la que no podía salir…

Tuesday, July 24, 2007

Capítulo Quinto


Los aullidos se oían, fuera del edificio que otrora fuese aquél hospicio. Ya no eran, ni aclamaciones de valentía, ni los gorgoteos rituales de los cultistas del Profundo.
Éstos, en su horroroso compás contrahecho y disonante, eran chillidos de desesperación.
Y es que en ésta noche aciaga, cuando los sacerdotes por fin tenían la luz de las estrellas a su favor, ellos, esperaban a la Altísima.
Y cuando llegaron a ella, ya no estaba allí. Qué funesta broma del destino, el que la razón misma de la existencia de las generaciones de seres, supuestamente pensantes, de este mundo, haya sido destruida de un tirón. Los colgajos de esperanza y brío que aún tenían los clérigos se convirtieron en un solo coro de imprecaciones, cargado de una rabia y una consternación impropias de esta raza inferior.


Alver recién recobró un poco del uso de su gnosis cuando ellos dos ya estaban lejos, y tan sólo podían ver el humo y el resplandor naranja de la ciudad en llamas. Su cabeza sufrió un torcimiento y su cuerpo, que recobraba la memoria de lo que es dolor, cayó al suelo realizando un juego de diversas y rotas convulsiones.
Una noche más se sucedió, dentro de sus pensamientos, hasta que pudo ofrecer nuevamente al mundo el brillo de sus ojos, tal y como eran. Recorrió lentamente el espacio que ahora lo rodeaba, mientras hurgaba una débil y sutil sombra que le decía al oído dónde estaba.

Y allí, ante él, delante, pero por sobre todo, iluminada como ella sola, estaba Musette.
Cuando los ojos de Alver se posaron sobre ella, algo así como una tormenta se dejó oír en toda su concepción del mundo.
Esto era porque él la había visto, antes, esa noche, esa maldita noche en que las estrellas y todo en el universo conectaban a aquélla que hablaría por la raza de los humanos, y al gran dios exterior que yacía en lo más profundo, más allá de lo oculto de los abismos.
Y un sonar que venía desde todo el universo se fundió a su pensar.
Desde lo más hondo, él deseó poder destruirla. Impedir que esa atroz visión de belleza incognoscible atravesara la consistencia de la tierra, y se comunicara con el Antiguo.
Pues Musette era una marca sobre nuestra civilización. Su existencia misma, conectada como estaba, con algo que sobrepasaba lo supremo en nuestro pueril conocimiento, era como una plancha de metal precioso, demarcando los profusos detalles de un bellísimo adorno, sobre nuestra lápida.
Musette era el dulce y hermoso réquiem a las personas, que tristemente habitaron el mundo azul que giraba en torno a esa estrella que había visto con ambición hacía millones de años, el ancestral padre de los Antiguos.

Sus ojos, entornados en un gesto de deliciosa complicidad, rasgados y delicados, miraban con una hermosura que supera a lo que la mente humana en sí puede soportar. Su faz, contorneada y de bellos y delineados rasgos, mostraba ángulos afilados, pero finos como los que un artista sueña en lograr crear, y con los cuales Dios mismo anhelaría.
Su boca, suavemente torcida en una sonrisa brillante cual el reflejo de la luna llena sobre aguas sagradas, decía un pragmático “no”, al existir de seres tan pequeños y nefastos como los humanos, pero los despedía enseñándoles un adiós tan bello, tan insondablemente brillante, que ellos mismos rogarían cumplir el destino que este ser les confería.

Bastó con una sola palabra. Un hálito que ella desprendiera, para que él se deshiciera de todo otro objeto de su voluntad.
“Vamos...”, dijo Musette, suavemente, y ambos; a la luz de aquel amanecer frío y demudado, tal vez el último que brillaría sobre ellos, y uno de los postreros que el sol de los humanos les daría a sus hijos, ambos bajaron aquella colina verde de vida, y se perdieron siguiendo un sendero perdido para las personas que vivieran todo ese tiempo en esa tierra.


Esa mañana, se decidieron muchas cosas. El alto sacerdote del Culto ascendió hasta lo alto de aquella colina, percibiendo, inclusive a través del horroroso hedor del calor del sol, el aroma de la Altísima. No había gorjeos de las aves alrededor. El horizonte, pese a su brillantez, disparaba, casi escupía, algo así como un viento frío y fulgurante. El aire en sí, no era ni gris, ni negro como una noche temprana, ni azul cual primaveral saludo al cielo, sino que tenía un tinte naranja, mezclado con un rojo de sangre, como de muerte, como una mortaja ceremoniosa, iluminada quizás por algo así como fuego sobre la luz misma del paraíso.
Era en ese cielo moribundo, donde ella, Musette, la grande, la magnificencia, corría libre, ya sin ataduras, dispersando el don de los dioses de fuera, sobre este mundo corrupto. Su conocimiento del Antiguo no necesariamente le otorgaba lealtad a tal entidad. Ella SÍ estaba viva, mucho más que los instrumentos apestosos y frágiles que el Antiguo creó para que lo trajeran de vuelta.
No podían permitirlo.
El sacerdote hizo para atrás la túnica que lo cubría, deshaciéndose de la capucha, y dejando su piel a la impiadosa y extraña luz de esa mañana de nunca acabar.
El viento, tibio como nunca antes, y silencioso por fin, acarició la cabeza de este hombre, su piel de humano, y aquello que ya lo estaba convirtiendo en algo más.
Porque detrás, justo debajo de su nuca, brotando de su cuello, como una cruel abominación y negación a lo que los humanos quieren de sí mismos, se elevaban una sucesión de carnosas y titilantes estribaciones. Una suerte de coraza repugnante, casi ósea, y desde la cual se elevaban algunas pústulas de verdusca excrecencia.

De repente, venido desde arriba, por sobre las nubes, se oyó un agudo chillido, y un toque se añadió al viento circundante, sólo que este venía precedido de un odio hiriente, de un desprecio frío e inexpresivo.
El sacerdote cerró los ojos, tratando de evitar ver el mundo injustamente libre, que ahora la tenía a ella.

Bastó una milésima de segundo, para que el ala de aquella criatura deforme y horrorosa atravesara la estructura del cuello del hombre. Ningún músculo en su cuerpo se distendió. No hubo ninguna reacción. Solamente un silencioso y melancólico suspiro, antes de que, al carecer de un mandato, la cabeza cayera delante, y el cuerpo detrás, y la sangre se esparciera en la verde mata que improvisó su catafalco.
La criatura se elevó un poco en el aire. Blanca grisácea era su piel, así como negras y horribles sus alas. Uno de los mensajeros.
A partir de ese punto, los humanos, inclusive los fieles, perdieron la misión que se les encomendó.
Desde ese momento, lo que pasaría con el Antiguo, con el Gran Dios exterior, el Sacerdote de la Ciudad muerta, estaría en manos de sus verdaderos siervos, y no en los que le aportaban el pie carnal en este mundo.

El cielo también derramó una lágrima, no sólo por este infeliz, sino por Alver, quien encaminado y encerrado por la inocente y parsimoniosa majestuosidad de su odiada musa, no sabía adónde iba, ni tampoco lo que significaba ya su existencia, ni tenía conocimiento de aquello que se cernía sobre él, el traidor enloquecido que rompió el mandato, en pos de un propósito ciego.
Solamente la tenía a ella, y su irresistible fulgor avanzando a través del mundo, como lo debía hacer aquélla que era más que un dios...




Wednesday, July 04, 2007

Capítulo Cuarto




Hay una suerte de melancolía pendiente en el ambiente, no sólo desperdigada por la soledad de esta mazmorra abierta, sino por el terror de aquella belleza que espera afuera.
Así lo comprendió Alver, desde esa noche en que, cuando aún conservaba un débil rastro de lucidez, trató de huir y ver a quien le había causado tantas desdichas.

Ese faro de monumentales proporciones, horripilante en su fulgor, atravesó la comisura de gris tul que resguardaba su conciencia acerca de su lugar en el mundo. Fue a partir de aquél momento, entretanto unos aullidos lanzaban imprecaciones al cercano brotar de los rayos del sol, que su percepción acerca de lo que es aceptable o cognoscible para una persona como tal, desapareció.
Y es que entre tantos elementos conjuntos, estaba ella, y esa mirada.

Durante varios días el paciente del número 40 había estado, contrario a sus últimos avances, mostrando una recaída sumamente fuerte.
De hecho, se encontraba peor que en los estadíos primigenios de su hospitalización. Y es que ya no sólo no respondía a las palabras, sino que se negaba a cualquier mandato o señal externa. Su condición además, se veía acrecentada en su bajeza, en cuanto el paciente perdió la facultad del autocontrol, y se manchaba con sus propias excreciones. Esto en especial fue bastante vituperado por los guardias, quienes ahora tenían que soportar a este grotesco muñeco desarticulado y falto de voluntad que solamente podía repetir una ridícula y estúpida melopea cansina.
“Nada... nada... nada...”

Las estrellas se acercaban a su posición.


Y en esos instantes desesperantes y desesperanzadores, Alver sentía su alma consumirse bajo una avalancha de dolores irreconocibles, de una impotencia sangrante y odiosa.
La sensación de infinita pequeñez que lo envolvió en ese segundo funesto, aquella noche, no lo abandonó más.
Los ojos de esa mujer se habían posado sobre él de una forma tan majestuosa, tan hermosa y desgarradora que toda la locura que sí, yacía aún dormida en el baúl oscuro de lo prohibido de su alma, se rompió, y derramó un escandaloso caudal de padecimiento sobre su misma facultad de pensar.
Se sintió analizado, despreciado, pútrido. Menos que muerto.
Como un insecto observaría a aquél a quien temen los dioses.

Las siguientes horas se arrastraron con una lentitud inexistente en el concepto del universo, mientras este hombre clamaba, sordo aún para él mismo, que aquella que lo destruyó fuera libre, para que el rito de su belleza y lo desplazado de su esencia se divulgue sobre el mundo, derramando ese mismo hálito de muerte placentera y brillante.
Para que no exista este delgado y despreciable manto de hedor mezquino que el hombre representa para los futuros aposentos del Antiguo.


En ese silencio ahondó lo que quedaba de la mente de Alver. Y el pequeño gramo de inteligencia que aún actuaba en el ínterin de su cráneo se reveló.
“Debe ser libre”.
Y en esa postrera condición, él comenzó a tramar un horrible canto de liberación para aquella que mató todo lo que él era.
Lo que él no sabía es que ese sentimiento de pequeñez dolorosa no era algo exclusivamente suyo. Ni siquiera tenía una importancia real en ese fragmento de los hechos.
Ya que en las afueras de esa cárcel, por el más allá de los barrotes que están sobre los barrotes de la mente, ya estaban los sacerdotes, aprovechando que la gente ignorante de este mundo de humanos causaba un revuelo estruendoso por las imitaciones de morada que ellas llamaban calles. Se valían de la agitación de esta nube de parásitos.
Nadie los podía ver, danzando en sus dictámenes, imaginando, planeando en sus rostros y sus miradas.

Sabían dónde estaba Ella. Sabían cómo llegar hasta Ella. Sólo faltaba que llegue el momento adecuado.

Y Musette, la efigie de lo que un dios podía comprender por perfecto, simplemente dormía, un sueño dulce acompasado por las campanadas cortas que le señalaban el final de aquellos que no se derraman una lágrima en cada salida del astro solar, de esa luz horrible y atroz que asolaba su nicho de mundo.

Alver ya se había sumergido totalmente en la piscina negra de la demencia, para cuando su maquinación hubo acabado. Finalmente, luego de todo ese tiempo, por fin sus ojos volvieron a levantarse, y se permitieron observar algo más que niebla sucia.
Al unísono, un estruendo resonó más allá de las murallas, y un coro de voces se levantó gritando a un solo mandato colectivo el pedido de justicia, de liberación, y de tantas cosas por las cuales los débiles seres de esta tierra aún lloran.
Éste fue seguido por otros tantos, éstos sin esa torpe imitación de valentía que rodeaba a los del exterior.
Vanamente, los oficiales del hospicio intentaron detener a la muchedumbre. La presión del gentío, desorganizado ya, era incontenible. Los pasos resonaron, acoplándose al horroroso gritar de los dementes.
Alver no llegó a oír nada. Sus oídos sólo estaban prestos a la apertura de su puerta, pues él no perdió, en toda su ruina, el instrumento que lo llevaría a su libertad, y que ahora la convertía en algo desdeñoso y de segunda mano, pues lo primordial era la puerta de la sala 38.
Lenta y acompasadamente, sus pasos se dirigieron hacia el panel de metal. Afuera la brava coral de los revolucionarios se convertía en una marejada de aullidos de dolor y pánico, entremezclada con un exquisito gusto, con un sutil sonido de miembros mutilados, y sangre salpicada.

En tanto el loco del número 40 caminaba descoyuntado hacia su puerta, los Sacerdotes ya se habían infiltrado, y haciendo gala de su infinita dedicación al Culto, limpiaban del paso de su Altísima, todo rastro de la maleza que representaban las vidas de estas personas.

Alver tuvo ante sí, nuevamente, a la vacía soledad del pasillo. La negra desesperación de ese par de metros, y el frío de ese viento estático y sin forma. Sus manos, su cuerpo entero temblaba, dejándose llevar por la esquizofrénica amalgama de sensaciones que lo envolvía, a cada paso, con el acercamiento a la puerta de número 38.
Justamente entonces, cual si las estrellas pudiesen mostrarse adversas a la forma que el Antiguo había previsto, uno de los sacerdotes se abalanzó contra el objetivo de Alver.
Su túnica negra cubrió por completo la visibilidad de su meta.
El lastimoso trajín de emociones de Alver de pronto se convirtió en una única e irrefrenable tensión salvaje. No permitiría que esa sombra se interpusiese entre él y su búsqueda.
El adorador del gran dios de la ciudad sumergida no comprendió lo que sucedía.
Esa absurda imitación de persona recibió el golpe de su daga, pero el dolor no lo contuvo. Tampoco el reguero de sangre que sobrevino.
Sólo las manos de Alver, solamente sus manos, enloquecidas y atravesando el límite del paroxismo se ciñeron sobre la robusta cabeza que resguardaba la capucha negra, y la tomaron con tal salvajismo que el contenedor de esta vida ya se había marchado, antes de que el verdugo se dedicara a aplastar esos huesos, sin piedad, en contra de la quejumbrosa pared.
El destrozado cuerpo cayó a un lado, y desapareció de la mente de Alver.
Ante él estaba ya su faro. Su luz. Su sentido para que su cuerpo aún se moviese.

Y todo en derredor, no sólo en ése diálogo ignorado entre él y el mundo, sino para el universo entero, se sumió en un silencio prolongado y lleno de ansiedad y espera.

Tuesday, June 12, 2007

Capítulo Tercero


Sí, Musette se sintió un poco más en armonía con este horrible mundo cuando, luego de terminar sus sobras, se levantó de nuevo, para volver a su acostumbrada pose, tumbada con pesadumbre contra la pared que iluminaba la reja. Cuando algo en el aire se agitó inesperadamente, y un hálito frío, doloroso y maldito, pero evidentemente bienvenido, vino a posarse ante sus fascinados ojos.
Eso que estaba en el aire no lo podía recibir su frágil vista de humana. Era algo más dentro suyo. Aquello que le había hablado hacía tantos años ya, ese aterido desgarro en su interior. Ese trozo roto de su triste telar de alma.
Las estrellas brillaban más que nunca.
24 de abril, en su noche, Musette observó hacia lo alto, y oyó, esta vez no el grito, sino un susurro, mucho más denso y pesado para ella. Mucho más borroso, podría decirse. Se encaramó sobre sus sentidos, sopesando la madeja de sentimientos convulsos que el rostro de la mujer no entendía cómo manejar, hasta que por fin llegó a su corazón.
Y en ese momento, Musette sintió paz.




Los días pasaron en una lacónica sucesión de repeticiones de comidas cada vez más miserables, de luz más y más fría, y de un desasosiego y una sensación de sopor contundente y perenne.
Alver terminó por habituarse rápido. Tanto y tan bien, que cuando constató que llevaba un mes, comenzó a tramar una forma de salir.
No era una ausencia de moralidad lo que lo empujaba a desear salir del encierro en el que él mismo se había sometido. Era más bien rabia ante la impotencia, ante la ignorancia de los hechos. En fin, él terminó por pensar que antes de encerrarse debió indagar al menos un poco qué fue lo que pasó. No pudo haber sido un simple acceso de salvajismo animal lo que lo llevó a romper el esternón de su mujer amada con el puñal, como tampoco podía haber sido un obvio obnubilamiento de su mente el hecho de que esa misma noche, el aire le pesara como un siniestro velo negro y ócrido.
Ni mucho menos, era posible que la paciente de la habitación 38 fuera un factor suelto y azaroso.
Un grito, en el interior mismo de los pensamientos de un hombre sano, y que pueda destruirle el sentido, no era nada, nada azaroso...

Fue sencillo, dada la buena conducta que había estado mostrando en todo ese tiempo, que los guardias, sus viejos conocidos, le adquirieran más confianza de la aconsejable.
“Nada más esperaba de este muladar que llamamos hospicio”, pensaba Alver, con desprecio, notando la evidencia de la ineptitud de aquellos que una vez fueron colegas suyos.
Porque también sus antiguos amigos se sintieron más aliviados, cuando él por fin se sentía contrito ante su crimen, y derramaba una porción sustanciosa de provechosas lágrimas.
Hasta que cuando lo creyó conveniente, Alver decidió jugarle una chanza a uno de sus guardias, a uno de sus mejores amigos, y en un pequeño paseo que daba al exterior, a ver la luz del sol, que cada vez se sentía más inhóspita, fingió un pequeño, convincente pero teatral desmayo. Por supuesto que el ignorante hombre, en su espanto, salió despedido en pos de ayuda.
Tan sólo unos momentos para que Alver dispusiera de la llave que separaba las grises y hediondas paredes de su celda, con una libertad desesperada, y un par más para que tomara la que lo llevaría hasta el verdadero exterior, y lograra esconderlas en su propio cuerpo, de una forma que realmente no merece la pena ser relatada.
Pronto el hombre cobró cuenta de lo efectiva que resultaba su actuación ante su público.
Lo llevaron en andadera, con suavidad y cuidado, a él, a un asesino, de vuelta al interior del edificio, desde donde él, sinceramente conmovido por el buen corazón, pidió que sólo su gran amigo, su guardia asignado, lo acompañara hacia el interior de su habitación.
Y allí lo dejó el pobre empleado, que luego veía con terror la ausencia de la llave que cerraba justamente las puertas de este pasillo.
No podía culpar a su pobre amigo, pues él habíase mostrado muy diligente, y muy melancólico en estos últimos días. Preguntarle sería como una afrenta, en su estado.




En la vana noche que acompañaba al inicuo hombre, arrobado por su hazaña, se deslizó hacia su puerta. Claro que la habían cerrado con una copia de su seguro, pero eso ya no representaba un problema, pues él tenía, literalmente, la llave de su salvación.
El cerrojo cedió tan ruidosamente que él creyó que se iba a quedar sordo.
Eran dos vueltas, una para el pasador, y otro para el verdadero seguro.
El chirrío de la puerta se vertió símil a las tinieblas, ante el hombre, que arrobado por los pasos que sus pies helados daban en el suelo, perdía poco a poco la prudencia excesiva y se erguía en su andar.

Hasta llegar al sitio maldito, donde hace tanto tiempo su vida habíase quebrado.

El número 38 escrito en blanco sobre el armatoste de metal tenía un aire como de advertencia, como si ese rastro de pintura corrupto le señalase una nueva lágrima, un dolor aún más insondable.
Largo estuvo Alver allí, tan sólo mirando la blanca inscripción. El pasillo se hacía más oscuro, y de pronto, cayó en cuenta que todo había quedado en silencio absoluto.
Un escalofrío le recorrió la columna, duro como una puñalada, y, sin pensarlo, se arrojó sobre la puerta, y corrió la lámina de metal que hacía visible su interior.

Una negrura total.

Y los ojos.

El choque fue tan terrible que Alver casi cae al piso. Ni siquiera pudo gritar.
Esas dos centellas fulgurantes, hermosas y cautivantes, lo aterrorizaron tanto que el anterior horror que atravesó cuando vio por esa misma rendija se desvaneció, y se retorció, devorado por la belleza de esta efigie de las sombras., y por las lentas y pensativas palabras que le dirigieron en ese segundo eterno perdido en lo inconmensurable del universo:


“Qué raro se siente comprender que realmente no eres nada, ¿verdad?”







Monday, June 11, 2007

Continúa

Mañana 12 de junio se abre un nuevo capítulo

Saturday, May 26, 2007

Capítulo Segundo




Cuando Alver se tomó la molestia de seguir los consejos de su madre, y hacerse médico, nunca previó que tendría que enfrentarse a problemas como éste.

Era la paciente del cuarto 38. Su estado revelaba algo que no podía ser: psicosis degenerativa.
Y no podía ser, puesto que tras exhaustivos análisis, se había comprobado que su mente estaba tan lúcida como muchos envidiarían. Y una sesión de charlas y dilaciones con la misma terminó por comprobar que actuaba como una persona normal.
En realidad, era mera formalidad que Musette estuviese encerrada en aquél hospicio. Formalidad porque su crimen lo había cometido hace tantos años, que de estar en una cárcel ya habría salido libre. Era sólo lo inexplicable de los dos casos en los que se vio envuelta, lo que la postraba en esas cuatro paredes.

Sin embargo, esta noche en especial. En este 24 de abril, algo más rondaba los cielos, como un raro vestigio de algo no anunciado pero inminente. Se sentía algo, húmedo, triste y desasosegado con cada paso que daba, alejándose.
Sólo por un instante, antes de salir del manicomio, había observado el cuarto 38. La escasa rendija por la que algunas veces le pasaban la comida a Musette le mostró a la mujer, de pie, observando misteriosa al cielo a través de los barrotes de su celda.
Pero he aquí lo extraño.
En el momento que Alver fijó la vista, para escudriñar esas sombras, algo lo golpeó, cual puñalada en el ínterin de sus sentidos.
Por tan sólo un segundo, sintió un aullido desgarrador posarse ante su mente, como un atronador anuncio de guerra. El dolor que sobrevino también duró ese único segundo, pero su intensidad fue tal que el hombre creyó desfallecer.
Y aún pensaba y sentía eso, con cada paso que daba. Algo en esta noche, en el mundo entero, habíase roto. Su respirar estaba cargado de una suerte de flujo doloroso, al tiempo que las imágenes que captaban sus ojos se teñían de un gris nauseabundo, cual córnea sanguinolenta.
¿Se estaba quedando ciego?
Tal vez era en ésa noche, señalada por las estrellas, y el Antiguo, que el destino empezó a marchar.



Cuando Alver recobró la plena potestad de sus actos, se vio a sí mismo sumergido en la más horrible pesadilla que jamás hubiese imaginado.
En la negrura de esa, su habitación, entre las escurridizas entradas de luz, podía observar un cuerpo informe, descoyuntado, que aún se agitaba ligeramente.
Por un momento, él trató de mentirse, pero eso ya era imposible. La cabellera rubia que se desparramaba por el suelo no podía ser de nadie más.
Aquella mujer con la que compartió el lecho todas esas noches, a la que llamaba su esposa, se debatía en un esfuerzo por tan sólo respirar, por librarse del metal de llevaba enclavado en el centro mismo de su pecho y le rompía la vida en pedazos y quebraba su corazón.
Alver, loco de desesperación, corrió hacia el cuerpo, dispersó el pelo que cubría el difuso rostro de su mujer, y logró ver sus últimos instantes, cuando ella, ciega de dolor, le dirigió aquella mirada cargada de un reproche frío como las voces que rondaban por su cabeza.

Después de esa noche, cuando la lluvia torrencial cesó por fin, ante el sol brillante de la mañana, el hombre, con un abismo infinito en el corazón, dio lo que consideró sus últimos pasos en libertad. Ya no podría olvidar lo que había visto. Ese cuerpo con esa tibieza que iba desapareciendo un poco más a cada segundo.
Y más que nada, la ignorancia de su conciencia. Sólo quedaba dentro de su cráneo esa espantosa voz, que ahora gritaba más fuerte que nunca, y le otorgaba ese aspecto cadavérico que adquiere aquél que desea algo más duro que la muerte como su castigo.

Los oficiales de la policía de Johannesburgo no se tomaron mucho tiempo en juzgar al hombre. Quienes sí lo hicieron fueron sus colegas, quienes no podían explicarse un hecho tan atroz.
Miradas recelosas acompañaban a Alver, durante el par de días que fue analizado por unos y otros, hasta que su destino se decidió.
“Irónico”, se dijo a sí mismo, a la noche del tercer día, la misma en la cual fue encerrado, en el cuarto número 40, tan sólo a unos metros de donde diera inicio su pesadilla.

Monday, May 21, 2007

Esto ya no está en mis manos

pero, debido a lagunos problemas, tales como el fallecimiento de mi computadora, el cansancio crónico y otros, el capítulo 2 se retrasará un par de días.
Espérenlo para este viernes 25

Desde el Infierno, se disculpa Corven Icenail

Wednesday, May 02, 2007

Capítulo 1

Tardía estaba ya la noche, cuando Musette se decidió por fin a celebrar su onomástico.
Y en realidad, en su soledad, no se sintió desdichada. La comida que le habían dejado, aunque quizá tan pobre como siempre, para ella tenía un significado especial.
Después de todo, hacía veintiocho años ya que había nacido, y ella no consideraba a ninguno perdido, o indigno de haber sido vivido.

Musette era la criatura más bella de la creación de Dios. Así lo sabían sus padres, su hermano, y también los guardias del hospicio donde había pasado ya la mitad de su vida.
Cuando aún era una niña, sus ojos tenían un brillo extraño, como de eterna tristeza, pero mezclada con un dejo de franca ironía, como alguien que se ríe al sentirse cerca de su muerte.
Es probable que ésa fuera la mirada de terror que sintió su hermano cuando ella, siendo una niña aún, lo llevó hacia lo más alto de su hogar, y lo tomó con fuerza del cuello, haciendo más y más presión, quebrándole la garganta, haciendo correr su sangre por dentro, hasta que le arrebató la vida.

Loca, le dijeron, pero realmente quien perdió la cordura en aquel momento aciago, fue la madre de ambos, ya que ella se encontraba en el jardín, un par de pisos más abajo, justamente cuando el cuerpecillo de su hijo se estrelló al suelo, a su lado, con su cabeza estallando en un reguero de sangre.
Y más aún, oyendo la risa tenue y acallada de su hija, quien miraba la escena cubierta por la alta luz del sol, con los ojos brillantes como estrellas, y mordiéndose los labios hasta herirlos.

Nadie pudo descifrar la razón del asesinato. Algún soñador creyó poder explicarlo alegando que la niña se encontraba demasiado sensible por el cambio de ambiente, desde su natal noruega hasta las tierras sudafricanas.
Así, Musette estuvo por años a cargo de quienes supuestamente podrían ayudarla, pero que eran tan inútiles como temerosos.
Por demás, la muchacha no volvió a mostrar signos de desviaciones de ningún tipo. De hecho, su mirada, a medida que iba creciendo, se hacía más cálida y bondadosa.

Solamente algunas noches, cuando ella tomaba sus lápices y sus papeles, sus ojos volvían a adquirir ese tono cansino y maldito, y con una ansiedad que rayaba en un frenesí desquiciante, marcaba trazos incomprensibles.
Pero eso pasaba solamente algunas veces, y siempre en soledad. Y era ella misma, quien con consternación, quemaba esos papeles, y lanzaba sus cenizas al mar.

Y su vida continuó así, noche tras noche.
Mientras tanto, su madre permanecía a su lado, tan afable y dulce como un ángel. Tan tierna y cuidadosa con su hija. Con un fulgor tan vacío como pétreo en los ojos.

El padre murió entonces, enfermo y viejo. Su hija y su mujer quedaron solas.
Fue entonces, que una noche, Musette tuvo una visión de lo que sería su destino. Y en el enloquecimiento, atrapada por esa tormenta nocturna de bramidos, de llamados horribles que destrozaban sus oídos y que nadie más escuchaba; ella trazó los rasgos contrahechos de aquello que aparecía en sus malditas pesadillas, desgarrando la pared de su hogar con sus manos.
Su madre, acongojada, observaba a su hija dolida, retorcerse en el suelo de su habitación, atenazada por quién supiera qué demonios.

¿Qué hubiese hecho cualquiera en su lugar?

El puñal, rabioso, fue a dar justo en el flanco del cuerpo de su hija, en el momento que ésta, empujada por un retorcimiento, gritaba a los cielos.
Y en la vorágine de su desesperanza, loca e iracunda, Musette le arrebató el cuchillo a su madre, y la tumbó con el al suelo, hundiéndolo repetidamente en los ojos sin vida de la mujer.



De esa forma las encontraron días después.
Musette, de bruces todo a lo largo, moribunda, aferrando aún el arma, y a su lado, una figura horrorosa que bien pudo haber sido su madre, pero que a estas alturas era ya solamente comida para las alimañas.

¿El diagnóstico?

Musette Saint Claire Johansen, en la madrugada del 3 de abril de 1959, clínica y peligrosamente insana, asesinó a su madre, Marie Johansen, tras lo cual intentó suicidarse, no pudiendo cumplir su cometido.
Larga fue la curación de sus heridas, y para cuando pudo despertar, ella estaba encerrada en aquel pequeño cubículo grisáceo, sucio y oscuro, donde solamente le hacen preguntas, desde donde ya no volvió a ver el sol, y donde esta noche, ocho años después, se sienta con incomodidad, sonríe lentamente, y toma su pequeño plato de comida, comiendo lo que le dan, sin preguntarse.
No se atreve a recordar. Algo en lo más profundo de su ser se lo prohíbe.

Tuesday, April 24, 2007

Preludio

En realidad, es comprensible, entendible, y hasta misterioso, que el Segundo Oficial Johansen enloqueciera después de aquél fatídico día, en el que vio al horror desplazarse por el cielo cual tormenta negra de desdicha solitaria y vagabunda.

El misterio es el hecho de que los sueños no lo hayan destruido, noche tras noche. El misterio, desentrañado, no deja más que una vacía y quebradiza cáscara de locura. Una mente rota, llevada hasta la inconciencia. Hasta donde las grises llamadas de los hombres no calman los gritos. Hasta donde la mente ya no tiene salvación. No hay salida de la cárcel, de aquélla que está en ése desierto, plagado de bestias incognoscibles.

Fue hace cuarenta años, cuando la tormenta más grande se cernió sobre nuestro desdichado mundo.
En aquél entonces, cuando las nubes grises avanzaban temerosas, los Sacerdotes de la Orden danzaban como extasiados. Los pálidos espectros que reclamaban sus víctimas habían vuelto, todo en rededor. El tiempo se estaba acabando.
¿Cuánta sangre, cuántas víctimas, cuántas almas han sido resignadas a estos mensajeros desde siempre, y cuántas más cayeron en el abismo en esos malditos días?

El giro más cruel del destino, surgido jamás desde que el hombre es hombre, fue el que llevó a la tripulación del Alert, perdida, hasta aquél sitio de pesadilla, donde la lógica perdía todo sentido. A esas murallas hechas de muerte carcomida y llevada hasta una horrible putrefacción.
A aquellas columnas gigantescas más allá de lo imaginable.
Hacia la oquedad negra y enorme, como el cielo nocturno.

Hacia la puerta del Conquistador.
¿Cómo fue que Johansen pudo sobrevivir? ¿Cómo su corazón resistió esa visión?

Desde lo profundo, aquel día, el grito se dejó oír, por todo el mundo, y para todos aquellos que pudieron comprenderlo, con sus pequeñas mentes retorciéndose de dolor, toda esperanza se rompió.

El Gran Conquistador, el Sacerdote de la Ciudad Muerta, el gran Cthulhu, aulló ante el cielo gris que le otorgaba su bienvenida.

Ahora, como el destino de sus propias estrellas lo habría augurado, Cthulhu duerme aún.

Lo que Johansen vio, esa visión que por siempre le destruyó el alma, no era más que un preludio, nada más que un anuncio de lo que va a ocurrir, y los hombres ignoran, porque como dijeron las Sagradas Palabras del Libro:

“No está muerto lo que puede yacer eternamente, y en las oscuras profundidades de lo desconocido, hasta la muerte puede morir”

Monday, April 23, 2007

Un día

Ya no falta nada........................................

Thursday, April 19, 2007

Monday, April 16, 2007

Para culturizar un poco, antes de que todo comienze (Primera parte)


El Creador, el Genio

Allá por los primeros años del siglo XX, se cernió alrededor del genial autor Howard Phillips Lovecraft, una organización literaria, conocida como el "círculo de Lovecraft"

Este grupo de autores creó un universo aberrante, como escenario de sus obras, las que fueron conocidas por el mundo con el nombre de "Los Mitos de Cthulhu"

Cthulhu es uno de los altos sacerdotes de los Dioses Primigenios, los que danzan en el centro del universo, para impedir el despertar de Azathoth.

Azathoth


Los Dioses Primigenios son criaturas (si se les puede llamar asó), que existóan mucho antes que el tiempo, el conocimiento, o la vida misma.

El gran líder, Azathoth, fue quien, según las creencias, dio origen al universo que conocemos.

Ahora reside en el centro de su creación, rodeado por sus hijos, con la mente destruida, o dormida, nadie tiene conocimiento real de su estado.

La Corte de Azathoth, es decir sus hijos; entre los que están Shub Niggurath, (la madre cabra con un millar de hijos) Yog Sothoth (Padre de Cthulhu y Hastur), Nyarlathotep (el Faraón Negro), Tulzscha (la llama verde) ,y otros de los que no se habla; danzan alrededor del gran dios, con el propósito de impedir su despertar. No se sabe a ciencia cierta si es que Azathoth, al despertar, destruira su creación, o si en realidad este universo es tan sólo un sueño que será quebrado en el momento que despierte...


Los más conocidos de la corte de Azathoth. De Izq a Der:
Shub Niggurath, Yog Sothoth, Nyarlathotep