Wednesday, May 02, 2007

Capítulo 1

Tardía estaba ya la noche, cuando Musette se decidió por fin a celebrar su onomástico.
Y en realidad, en su soledad, no se sintió desdichada. La comida que le habían dejado, aunque quizá tan pobre como siempre, para ella tenía un significado especial.
Después de todo, hacía veintiocho años ya que había nacido, y ella no consideraba a ninguno perdido, o indigno de haber sido vivido.

Musette era la criatura más bella de la creación de Dios. Así lo sabían sus padres, su hermano, y también los guardias del hospicio donde había pasado ya la mitad de su vida.
Cuando aún era una niña, sus ojos tenían un brillo extraño, como de eterna tristeza, pero mezclada con un dejo de franca ironía, como alguien que se ríe al sentirse cerca de su muerte.
Es probable que ésa fuera la mirada de terror que sintió su hermano cuando ella, siendo una niña aún, lo llevó hacia lo más alto de su hogar, y lo tomó con fuerza del cuello, haciendo más y más presión, quebrándole la garganta, haciendo correr su sangre por dentro, hasta que le arrebató la vida.

Loca, le dijeron, pero realmente quien perdió la cordura en aquel momento aciago, fue la madre de ambos, ya que ella se encontraba en el jardín, un par de pisos más abajo, justamente cuando el cuerpecillo de su hijo se estrelló al suelo, a su lado, con su cabeza estallando en un reguero de sangre.
Y más aún, oyendo la risa tenue y acallada de su hija, quien miraba la escena cubierta por la alta luz del sol, con los ojos brillantes como estrellas, y mordiéndose los labios hasta herirlos.

Nadie pudo descifrar la razón del asesinato. Algún soñador creyó poder explicarlo alegando que la niña se encontraba demasiado sensible por el cambio de ambiente, desde su natal noruega hasta las tierras sudafricanas.
Así, Musette estuvo por años a cargo de quienes supuestamente podrían ayudarla, pero que eran tan inútiles como temerosos.
Por demás, la muchacha no volvió a mostrar signos de desviaciones de ningún tipo. De hecho, su mirada, a medida que iba creciendo, se hacía más cálida y bondadosa.

Solamente algunas noches, cuando ella tomaba sus lápices y sus papeles, sus ojos volvían a adquirir ese tono cansino y maldito, y con una ansiedad que rayaba en un frenesí desquiciante, marcaba trazos incomprensibles.
Pero eso pasaba solamente algunas veces, y siempre en soledad. Y era ella misma, quien con consternación, quemaba esos papeles, y lanzaba sus cenizas al mar.

Y su vida continuó así, noche tras noche.
Mientras tanto, su madre permanecía a su lado, tan afable y dulce como un ángel. Tan tierna y cuidadosa con su hija. Con un fulgor tan vacío como pétreo en los ojos.

El padre murió entonces, enfermo y viejo. Su hija y su mujer quedaron solas.
Fue entonces, que una noche, Musette tuvo una visión de lo que sería su destino. Y en el enloquecimiento, atrapada por esa tormenta nocturna de bramidos, de llamados horribles que destrozaban sus oídos y que nadie más escuchaba; ella trazó los rasgos contrahechos de aquello que aparecía en sus malditas pesadillas, desgarrando la pared de su hogar con sus manos.
Su madre, acongojada, observaba a su hija dolida, retorcerse en el suelo de su habitación, atenazada por quién supiera qué demonios.

¿Qué hubiese hecho cualquiera en su lugar?

El puñal, rabioso, fue a dar justo en el flanco del cuerpo de su hija, en el momento que ésta, empujada por un retorcimiento, gritaba a los cielos.
Y en la vorágine de su desesperanza, loca e iracunda, Musette le arrebató el cuchillo a su madre, y la tumbó con el al suelo, hundiéndolo repetidamente en los ojos sin vida de la mujer.



De esa forma las encontraron días después.
Musette, de bruces todo a lo largo, moribunda, aferrando aún el arma, y a su lado, una figura horrorosa que bien pudo haber sido su madre, pero que a estas alturas era ya solamente comida para las alimañas.

¿El diagnóstico?

Musette Saint Claire Johansen, en la madrugada del 3 de abril de 1959, clínica y peligrosamente insana, asesinó a su madre, Marie Johansen, tras lo cual intentó suicidarse, no pudiendo cumplir su cometido.
Larga fue la curación de sus heridas, y para cuando pudo despertar, ella estaba encerrada en aquel pequeño cubículo grisáceo, sucio y oscuro, donde solamente le hacen preguntas, desde donde ya no volvió a ver el sol, y donde esta noche, ocho años después, se sienta con incomodidad, sonríe lentamente, y toma su pequeño plato de comida, comiendo lo que le dan, sin preguntarse.
No se atreve a recordar. Algo en lo más profundo de su ser se lo prohíbe.