Tuesday, June 12, 2007

Capítulo Tercero


Sí, Musette se sintió un poco más en armonía con este horrible mundo cuando, luego de terminar sus sobras, se levantó de nuevo, para volver a su acostumbrada pose, tumbada con pesadumbre contra la pared que iluminaba la reja. Cuando algo en el aire se agitó inesperadamente, y un hálito frío, doloroso y maldito, pero evidentemente bienvenido, vino a posarse ante sus fascinados ojos.
Eso que estaba en el aire no lo podía recibir su frágil vista de humana. Era algo más dentro suyo. Aquello que le había hablado hacía tantos años ya, ese aterido desgarro en su interior. Ese trozo roto de su triste telar de alma.
Las estrellas brillaban más que nunca.
24 de abril, en su noche, Musette observó hacia lo alto, y oyó, esta vez no el grito, sino un susurro, mucho más denso y pesado para ella. Mucho más borroso, podría decirse. Se encaramó sobre sus sentidos, sopesando la madeja de sentimientos convulsos que el rostro de la mujer no entendía cómo manejar, hasta que por fin llegó a su corazón.
Y en ese momento, Musette sintió paz.




Los días pasaron en una lacónica sucesión de repeticiones de comidas cada vez más miserables, de luz más y más fría, y de un desasosiego y una sensación de sopor contundente y perenne.
Alver terminó por habituarse rápido. Tanto y tan bien, que cuando constató que llevaba un mes, comenzó a tramar una forma de salir.
No era una ausencia de moralidad lo que lo empujaba a desear salir del encierro en el que él mismo se había sometido. Era más bien rabia ante la impotencia, ante la ignorancia de los hechos. En fin, él terminó por pensar que antes de encerrarse debió indagar al menos un poco qué fue lo que pasó. No pudo haber sido un simple acceso de salvajismo animal lo que lo llevó a romper el esternón de su mujer amada con el puñal, como tampoco podía haber sido un obvio obnubilamiento de su mente el hecho de que esa misma noche, el aire le pesara como un siniestro velo negro y ócrido.
Ni mucho menos, era posible que la paciente de la habitación 38 fuera un factor suelto y azaroso.
Un grito, en el interior mismo de los pensamientos de un hombre sano, y que pueda destruirle el sentido, no era nada, nada azaroso...

Fue sencillo, dada la buena conducta que había estado mostrando en todo ese tiempo, que los guardias, sus viejos conocidos, le adquirieran más confianza de la aconsejable.
“Nada más esperaba de este muladar que llamamos hospicio”, pensaba Alver, con desprecio, notando la evidencia de la ineptitud de aquellos que una vez fueron colegas suyos.
Porque también sus antiguos amigos se sintieron más aliviados, cuando él por fin se sentía contrito ante su crimen, y derramaba una porción sustanciosa de provechosas lágrimas.
Hasta que cuando lo creyó conveniente, Alver decidió jugarle una chanza a uno de sus guardias, a uno de sus mejores amigos, y en un pequeño paseo que daba al exterior, a ver la luz del sol, que cada vez se sentía más inhóspita, fingió un pequeño, convincente pero teatral desmayo. Por supuesto que el ignorante hombre, en su espanto, salió despedido en pos de ayuda.
Tan sólo unos momentos para que Alver dispusiera de la llave que separaba las grises y hediondas paredes de su celda, con una libertad desesperada, y un par más para que tomara la que lo llevaría hasta el verdadero exterior, y lograra esconderlas en su propio cuerpo, de una forma que realmente no merece la pena ser relatada.
Pronto el hombre cobró cuenta de lo efectiva que resultaba su actuación ante su público.
Lo llevaron en andadera, con suavidad y cuidado, a él, a un asesino, de vuelta al interior del edificio, desde donde él, sinceramente conmovido por el buen corazón, pidió que sólo su gran amigo, su guardia asignado, lo acompañara hacia el interior de su habitación.
Y allí lo dejó el pobre empleado, que luego veía con terror la ausencia de la llave que cerraba justamente las puertas de este pasillo.
No podía culpar a su pobre amigo, pues él habíase mostrado muy diligente, y muy melancólico en estos últimos días. Preguntarle sería como una afrenta, en su estado.




En la vana noche que acompañaba al inicuo hombre, arrobado por su hazaña, se deslizó hacia su puerta. Claro que la habían cerrado con una copia de su seguro, pero eso ya no representaba un problema, pues él tenía, literalmente, la llave de su salvación.
El cerrojo cedió tan ruidosamente que él creyó que se iba a quedar sordo.
Eran dos vueltas, una para el pasador, y otro para el verdadero seguro.
El chirrío de la puerta se vertió símil a las tinieblas, ante el hombre, que arrobado por los pasos que sus pies helados daban en el suelo, perdía poco a poco la prudencia excesiva y se erguía en su andar.

Hasta llegar al sitio maldito, donde hace tanto tiempo su vida habíase quebrado.

El número 38 escrito en blanco sobre el armatoste de metal tenía un aire como de advertencia, como si ese rastro de pintura corrupto le señalase una nueva lágrima, un dolor aún más insondable.
Largo estuvo Alver allí, tan sólo mirando la blanca inscripción. El pasillo se hacía más oscuro, y de pronto, cayó en cuenta que todo había quedado en silencio absoluto.
Un escalofrío le recorrió la columna, duro como una puñalada, y, sin pensarlo, se arrojó sobre la puerta, y corrió la lámina de metal que hacía visible su interior.

Una negrura total.

Y los ojos.

El choque fue tan terrible que Alver casi cae al piso. Ni siquiera pudo gritar.
Esas dos centellas fulgurantes, hermosas y cautivantes, lo aterrorizaron tanto que el anterior horror que atravesó cuando vio por esa misma rendija se desvaneció, y se retorció, devorado por la belleza de esta efigie de las sombras., y por las lentas y pensativas palabras que le dirigieron en ese segundo eterno perdido en lo inconmensurable del universo:


“Qué raro se siente comprender que realmente no eres nada, ¿verdad?”







Monday, June 11, 2007

Continúa

Mañana 12 de junio se abre un nuevo capítulo