Saturday, January 26, 2008

Capítulo Décimo Segundo


Cuando Alver sintió el viento de la noche en el rostro, no se detuvo. Tampoco cuando el aire de todo fue cambiando y el ambiente en general se inundaba de una pesada lobreguez, sólo propia de uno de los infiernos que ya no podía recordar.
Él rompió la ventana del altillo de su habitación, y echó a correr escaleras abajo, a través de la calle.
Y era porque ese efluvio de espíritu, ella, su amada Musette, que volvía a ser una presencia dentro de su conciencia, se convirtió en una huidiza impresión de luz, a la que él seguía, sin saber a dónde iba a conducirlo.

Y, aunque no lo supiera, esta luz comenzaba a ser lo único que quedaba en el mundo, de fulgor, que no se recubría de la pestilencia. Hubo un par de gritos junto a él, mientras corría presuroso y demente por las calles mojadas. Con rabia seguía empujando sus pasos, a pesar de que el frío le devoraba las piernas, y en su mente sólo cabía la necesidad de seguir esa luz. Nada más era capaz de ver este hombre que sentía regresarse a las profundidades abismales de un universo donde todo es pesadilla y la realidad no existe.

Cuando sus pasos entreabrían una penosa senda en el pastizal de las casas que rodeaban el exterior de su ciudad, y los árboles prodigaban una sombra que poco a poco se iba haciendo carroña; un chillido subió hasta lo alto del cielo, se extendió como una cuerda demasiado tensa, elevándose como deseando arañar las estrellas.
En medio de ese grito hiriente, Alver recuperó un poco la conciencia. Después de todo, esta vez no la había visto más que un instante. No lo suficiente para que volviese a perder la correcta conexión de las funciones de su cerebro.

El viento susurró con pesadez, escurriéndose por el árbol al que él se encaramó. Estaba húmedo y frío. Mientras algunas escasas gotas caían a su alrededor, él se preguntó sobre sí mismo, para saber si aún se conocía.
Era la madrugada del 26 de enero de 1970. Once años antes, él había terminado sus estudios en la Universidad de Psicología de Johannesburgo. En ése entonces él había hecho un viaje hasta la lejana noruega, para permanecer en los años finales de su anciana madre. Ella, postrada en cama, le hablaba mientras él era joven. Le relataba cosas imposibles. Decía ver, en sueños, un mundo que destrozaba cualquier idea del hombre sobre lo que es real y cognoscible. Estructuras imposibles se alzaban, como dedos manchados de sangre negra, blasfemando contra el hombre, rodeadas de un aire malsano que parecía capaz de atravesar ese mundo de pesadillas y apoderarse de nuestra realidad.
Alver, lejos de prestar atención a su madre casi marchita, sólo tomaba sus relatos como un material más para indagar en su profesión.
Allí, en Oslo, un día lejano, él conoció a la que sería su esposa.
El recuerdo se hace tangible, en esta noche del 26. Los cabellos rubios de esa delgada y rígida mujer se hacen presentes, casi tanto como este aire ominoso que lo aplasta, y le hace dudar de sí mismo. Sus manos blanquecinas, casi azuladas, lo palpan de nuevo, y sus ojos se entreabren, mostrando ese azul tan parecido al cielo puro.
Alver lo siente real, cerca, tan cerca que llega a estremecerse, cuando, diez años después, recién oye de verdad las palabras de su esposa, y el temor que solía tener, cuando aún eran novios y vivían en esa ciudad. Puede recordar, tímidamente, cómo ella le describía el atroz mundo que se le presentaba cuando cerraba los ojos por las noches, y los sueños la capturaban.
Alver recuerda, y las palabras pesan, una a una en su mente. Tanto más cuanto más se parecen a las de su difunta madre.

Fue por aquellos años que ellos dos decidieron abandonar la Noruega natal de ella, e ir hacia el sur. Hacia la ciudad donde Alver hizo sus primeras experiencias, y por fin se consagró a la labor que durante años había estudiado.
Nunca más oyó las horrendas descripciones de la mujer con quien compartía el lecho.

Y todo transcurrió de una manera normal, con los días uno detrás del otro, que caían por su peso. Alver los recuerda con pesadumbre, tanto por no poder volver a ellos, como por el hecho de no poder recordar el nombre de la mujer con quien pasó sus años en paz.

Aunque él no lo sabe, se aproxima un momento que el mundo, ignorante ha estado esperando por años. 44 han pasado, desde que el abuelo de Musette navegara por las sombras del mundo, y viera por un ligero asomo, el terror que espera más allá de la cortina de vacío y mentira de la humanidad.
Así parece saberlo, incluso este bosque oscuro, que, mientras el hombre gris y frío que se refugia a su cobijo, recuerdas las noches que lo aproximaron a aquella que destruyó su vida.

Las lagunas mentales se han ido retirando. Alver, un poco apenas, con los ojos cerrados y la mente torcida por el esfuerzo, recobra los sentidos que lo rodeaban esa noche, la del 21 de abril, hace dos años, cuando el director del hospital le pasó el folio gris amarillento que venía sellado con el nombre: Musette Saint Claire Johansen.

Alver recuerda los escasos datos precisos que en el informe venían precisados. El árbol familiar de Musette, de la homicida psicópata del cuarto 28, no mostraba signos de demencia en generaciones. El único registro que parecía asemejarse a la pavorosa descripción de la insanidad de la paciente, era la de su abuelo materno.

El Oficial de marina Gustav Johansen, durante 1926, había sido encontrado a bordo de un yate abandonado, en inmediaciones del sur del pacífico. Entre los gritos e improperios del hombre, nunca nadie pudo sacar algo en claro. Sólo hablaba acerca de una estela de terrores innombrables, que esperaba agazapada a través de cielos y estrellas refulgentes, hechas más allá de los abismos, donde el hombre no puede penetrar.
Sólo eso. El pobre hombre luego había pasado una existencia reposada en su ciudad natal, acompañado por su hija y su mujer. Murió tiempo después, en un supuesto accidente jamás demostrado.

En esto pensaba Alver, tiritando de frío, sobrecogido por la negrura imperante en el recodo de ése árbol. Entonces fue que llegó a la noche del 24 de abril.
Su mente se retorció, y unas lágrimas bulleron por sus ojos. Él se incorporó con pesadez, restregando su cráneo. El bloqueo seguía allí.

¿Era Ella?

¿Había vuelto?

¿Quién era?

De pronto, la luz a lo lejos, perpetrando un poco más la oscuridad, se distendió. El grito, una vez más resonó por el mundo, y los árboles temblaron, destrozados por el terror.

Alver miró hacia allá, a lo lejos, y decidió, por fin, que sus pasos seguirían. No en vano estaban todavía esas marcas en sus piernas, cicatrices que nunca pudieron explicarse, que parecían hechas por lenguas de fuego, pero que le dejaban un aroma y una sensación de helado sueño.

A través de la vegetación y la penumbra, algo lo comenzó a rodear, mientras iba avanzando. Un hedor sulfúrico apacentaba junto a los árboles, y se internaba en sus sentidos. Era una pestilencia a muerte, y a profundidad. Extrañamente, Alver sintió, con nostalgia, el mar como lo observaba desde la ciudad, allá en Noruega. Sintió ese miedo impenetrable, mezclado con ese frío olor a descomposición.

El olor se hizo inaguantable, al fin, y Alver caminó en una especie de pesadilla, conducido por esa fetidez que hacía del ambiente una visión imposible de imágenes retorcidas. Apenas si pudo distinguir los pastos yermos por los que su pie hollaba, y que extrañamente, se ponían negruzcos y quebradizos.
Una senda de muerte, eso parecía. Con un gesto soñador, él levantó la cabeza un poco. El viento retorcía la imagen misma de las estrellas del cielo nocturno.

Nunca lo supo, pero cuando él salió corriendo por las callejas, en ese linde fronterizo de su ciudad, una criatura lo había estado siguiendo. Sus alas blanquecinas destazaban el aire que sangraba a su paso, y salpicaba las mentes de los que llegaban a verlo. Muchos quedaron encerrados en un mutismo, mezcla del pánico que los llenó por siempre, luego de ver a ese mounstro volador de forma imposible y que bufaba como si dijera todas las blasfemias imaginables a un tiempo.

De pronto, Alver se detuvo. Algo, más allá, oscurecía ligeramente la luz, pero no era un árbol. No, la sombra que de repente el hombre tuvo ante sí, era tan espantosa que nadie jamás pudiese imaginar que perteneciera a este mundo donde el sol aún brilla.
Una brecha de la memoria de Alver reaccionó. Esa túnica negra… lo llevaba de vuelta, a una noche… donde creyera haber visto una llamarada infinita, un sueño marchito y donde su mente se deshizo sin remedio.
La sombra gruñó algo ininteligible, y luego se le aproximó.
Extrañamente, Alver no sintió miedo. Ni siquiera cuando la pálida sombra del cielo descendió, y a la luz trémula de la luna pudo ver el rostro de ese ser.
No hay forma en que el humano común pueda soportar la visión de esta criatura, que a pesar de tan maltrecha y corrupta, mantiene una cierta decadencia rampante. Algo de anciano había en sus horribles ojos sin párpados, y en su boca llena de diminutos colmillos. Desde la abertura de la capucha se esparcía ese hedor. La pestilencia semejaba el aliento del viento pútrido de una criatura marina, en total estado de descomposición.
Alver no dio crédito a lo que veía, cuando una parte de esa criatura se asomó más. Desde la horrenda forma que semejaba su boca se oyó un sonido cavernoso.

“-La Altísima lo ha estado esperando”

Algo, en el interior de Alver, se removió, y en un instante se sobrepuso al golpe producido por el espanto de esa forma horrenda y demacrada.
Y eso era porque la forma cedió un paso, y le brindó al hombre la visión de ese escenario espeluznante.

Ahora, por fin Alver supo de dónde llegaba esa luz infinita. Mirando hacia el frente, distinguió un círculo de formas espantosas, iguales a la que le había dado la bienvenida. Todas ella rodeaban a esa criatura, que él osó recordar. Rememoró el afilado brillar de sus garras, y de sus larguísimas alas, así como pesó en su mente la imagen de esa sombra blanca, cayendo sobre algo que él odiaba y amaba más que nada en el mundo.
Esa criatura, la que parecía hecha de horror, blanca y retorcida, idéntica a como la recordaba, estaba inclinada, en una pose de adoración. Alver trató de evitar verla, y entonces, el fulgor blanquecino que vio, hizo que todo lo demás desapareciese.

Hubo algo más, como lo último que este pobre hombre sintió. Como si el cielo hubiese estallado después de un estertor de siglos, de estar esperando su muerte.
El altar, retorcido en sus horribles formas, comenzaba con un brocal de donde partían muchos brazos, cuyos dedos se agitaban lujuriosamente, sobre la estructura a la que daban paso, la cual, compuesta en su penumbra de muchos ojos, de un brillo apagado y mortuorio, miraba hacia la criatura blanca. Muchos tentáculos brotaban desde ella, agitándose hechizados.

Y entonces, Alver comprendió porqué el ser que le había dado la bienvenida hablaba con tanto terror. Y también porqué esa figura blanca estaba postrada, presa de un pánico y un ahogo demenciales.
El mundo, supo su verdad, y pronto todo significado se perdió, sumiéndose en la gris marea de los mares oscuros que llevan hasta Rlye`h.

Ése era el cuerpo físico de Musette. Los ojos de ella refulgieron más fuerte que cualquier estrella, y el mundo tembló. Los muertos, los vivos y los exteriores se sobrecogieron en su languidez, y Alver, el hombre que atravesó las tres realidades, en una época, fuera hace dos años, o hace millones, recobró la memoria, y supo qué debía hacer.

Wednesday, January 23, 2008

Intermedio


Quizá un día sepamos cuánto nos ha mentido la realidad...
Quizá un día despertemos, y veamos las lágrimas del todo...
Llegará el momento en que los cielos se quebrarán, y el cristal de nuestro universo, empañado, caerá ante el moho que por siempre nos acompañó.
El día, en que el amanecer sea de un sólo llanto, el de todos los que vivieron en falsedad, las estrellas rugirán y nos gritarán, embelesadas, lujuriosas y cadentes:
"Él ha despertado"