Saturday, September 29, 2007

Capítulo Octavo


El vuelo del aire. De la esencia, se desperdigaba todo por la extensión de la piel de Alver. Su mente habíase roto por completo, y he aquí, que, luego de todo su padecimiento, luego de la separación de su cuerpo y su esencia, se veía entero de nuevo.
Y por primera vez en quién pudiese saber cuánto tiempo, su conciencia regresó.

La miró. Ella, recortada contra la infinita palidez del cielo, se revelaba cual una grácil y etérea visión de algo demasiado puro y brillante como para formar parte del mundo de donde habían escapado.
Sí, el viento estremecía volutas de fría paz entre los brazos de Alver, mientras la soltaba, y se sentía libre. No era capaz, no aún no, de preguntar, dónde estaban, ni qué había pasado.

Quería respirar, aunque fuese por ese momento interminable, ese viento que traía una paz similar a una muerte bienvenida.


Poco a poco, con delicadeza, ella fue soltándose del abrazo de Alver. Envuelta en la luz blanca que venía de lo alto, sus ojos eran invisibles a la vista del hombre. Sin embargo, una sonrisa iluminaba su rostro.
Alver quedó de rodillas. Su esencia no terminaba de recomponerse, y aún definía lo que era de nuevo sentir la vida en sus manos. El tacto, la vista y el oído.

Después de unos momentos, creyó estar listo. Su engaño fue tanto más palpable como doloroso y a la vez subyugante escuchar que ella hablaba, por fin, hacia él.

Cuando Alver giró su rostro, creyó que aún seguía en la inmensidad convaleciente de su fantasía.
El escenario era como volver, una vez más, al inicio de todo. Pero esto no era él, sino el mundo entero. Era algo así como si toda la naturaleza de su universo se hubiese recamado en la cuna desde donde partió.
Alver nunca creyó o soñó, que vería algo tan pálido, tan brillante y refulgente, en esta vida o en la que le precediera, o en todas aquellas antes de que su espíritu fuera capturado.

El sitio donde estaban, coronado como se mostraba, era una pequeña isla flotando en un infinito de blanco fantasmagórico. Eran nubes, en verdad, eso que estaba por todos lados, y que no se terminaba jamás, posara donde posara los entornados y casi ciegos ojos.
Pero lo que estaba en lo alto no era el sol. No podría serlo, pues el sol es un ardor, un brillo amarillo y cálido, sobre la piel de aquél que vive aún.
Y eso, lo que fuera, que lo rodeaba con luz, era frío, y estremecedor, pero seductor e hipnotizante a la vez. Y no, de ninguna forma sería capaz nadie de llamarle vida a lo que transmitía.
Alver recordó la música que oía, allá lejos, cerca al altar donde Musette había quedado, y donde murió. Por un segundo, la entendió. Por un instante, fugaz pero pétreo, supo de dónde venía y quién la interpretaba.

“-No eres nada, y probablemente ni siquiera existes”

Éstas fueron las primeras palabras que salieran de la boca de ella, desde aquella era cuando Alver estaba encerrado en el hospicio.
Y por primera vez, él, que acababa de renacer, y cuyo espíritu apenas comenzaba a recomponerse, habló.
“-Y… ¿quién eres tú?” – preguntó, con voz queda. Avanzando a tientas un trecho, y tratando con dolor de levantarse. Musette se había alejado, y ahora miraba hacia un punto perdido en la lejanía.

Volvió a sonreír. Cerró los ojos, pensativa, y ya sin ése halo de dolorosa divinidad, replicó:
“-Soy Musette Saint Claire Johansen.
Ustedes me declararon demente. Tú, creíste que estaba demasiado sola.”

Musette era la criatura más bella de la creación de Dios.
Así lo sabía Alver, ya que, tal vez en un intento, desquiciado también, de acercamiento, él la había visto, a través de la estrecha rendija de su habitáculo, cuando aún era ella una paciente, y él, su doctor. Y la había seguido observando, fuera del cuarto 38, cada vez que los doctores iniciaban una terapia con ella.
¿Qué lo había impulsado a dirigirse hacia ella, esa noche, cuando su vida se destrozó?´

“-Sí, creí que estabas sola. Que tu temor no te permitía traspasar los muros y abandonarnos” –dijo, aferrando sus piernas, y comenzando a incorporarse.
“-Tuviste lástima”
“-Sí…”

Musette desvió la mirada. Entonces, cuando Alver terminó de ponerse de pie, cayó en cuenta la distancia que los separaba, y lo ligeras que se oían sus voces. Él, en lo personal, no había elevado su tono más allá de un mero susurro, y las palabras que oía de ella tampoco atravesaban ese umbral.

“-Si supieses lo que nos aguarda… -siguió ella, sin voltearse- lo que nos observa a todos. A TODOS, la lástima la sentirías hacia ti”
El son de la voz de Musette era helado y sobrecogedor. Alver se contrajo, presa de un espasmo nervioso.

El ambiente cambió. De pronto, aquello que los iluminaba sufrió también algo así como un retorcimiento. La luz se hizo más grisácea, y tendió hacia un nuevo tono confuso, mezclado de diversas penumbras hechas claras.
Musette continuó, al parecer sin sentir este nuevo cambio.
“-Tú viste quién era yo. Antes.”
“-¿Antes?”
“-Cuando era libre…”

“-Si te refieres a tu registro –gimió Alver, pues algo había empezado a lastimarle, desde arriba.- sí. Observé los crímenes que habías cometido. También estudié el diagnóstico de tus anteriores doctores”
“-Los anteriores… –respondió burlonamente Musette- ellos fueron más listos. Después de un tiempo supieron al menos un poco de lo que pasaba. Fue sensato desaparecer de mi vista”

Alver se distendió, en todo lo que su cuerpo alcanzaba. Estaba desafiando el dolor, retando al sonar tenue que se escurría desde lo alto, hiriendo su mente.
“-Ellos sólo dijeron que no mostrabas resultados… -debatiéndose, Alver adoptó un tono más fiero, en sus palabras, su expresión y su mirada- Te abandonaron porque no avanzabas de ninguna forma. Solamente eras una paciente terca, empeñada en tu silencio y en mostrar normalidad”

Apenas terminó de hablar, Alver sufrió un nuevo golpe.
Mejor dicho, una nueva hecatombe.
Al unísono, eso, lo que fuera que brillaba en el cielo, se destrozó en miles de fragmentos que brillaban enrojecidos y danzantes, rugiendo y destellando. Era como un relámpago interminable, abrazándolo todo, cubriendo el islote donde ellos permanecían de pie.
Al unísono, eso, lo que fuera en realidad esa criatura que aún se hacía llamar por su nombre de persona, se volteó, y cegó con su mirar, rampante y despiadado, al triste muñeco apenas construido que era su desgraciado interlocutor.

Y ambos bramaron, con una fuerza sin parangón, entremezclada y sublime en toda su horripilante intensidad.

“-¿Soledad? ¿Soledad dijiste, ignorante? ¿Sabes acaso qué es lo que guía tus pasos, lo que agita tus pulmones, lo que cosquillea dentro tu corazón? ¡Pretendes hacerme creer que después de que has escapado hasta el otro lado y has llegado conmigo, no comprendes nada aún!
“¡Soledad! ¡Qué concepto tan fútil!... ¿No has notado ese iris opalescente? ¿La mirada helada de nuestro creador? ¡¡¡Él me ha reclamado!!!”

Musette, hiriente como una tempestad, se iba recubriendo, poco a poco de una aterrorizante bruma hecha de belleza pura. De iracundo centelleo. Se antojaba algo como un gris, o mejor dicho un color hecho de plata. Sacro. Intocable. Impensable, quizá.

“-¡¡Pero Él cometió un error!! Porque así como me otorgó su sangre. Así como te dio vida a ti, y todos los otros, a mí me dio algo más, que atraviesa muerte y vida, que quiebra a los dos demonios que asolan tu raza. Me dio música. Y me entregó las partituras, ¡para que yo las cante! ¡¡Pero yo canté primero para mí!!
“¡¡¿Y sabes qué fue lo que vi?!! ¡¡A toda mi familia!! ¡¡A todos lo que conocía, como una marioneta!!
“-Pero me dejé conducir. No lo pude detener. Con mis manos hice de su efigie mi homenaje. Evité mi vida.
“-Sin embargo… -Musette viró hacia algún punto, invisible, perdido en la inmensidad, y brilló aún más que antes- Algo no le pude permitir… Mi hermano… él comenzaba a oírla también. La música se internó en lo que su alma significaba.

Alver tembló. La comprensión resultaba infinitamente más desgarradora y dolorosa que su padecimiento.

“-Yo lo amaba. Y aún si él fuera una mentira, como todo, yo no lo iba a permitir. No dejaría que su esencia se marchite y se pervierta volviendo a su origen. ¿Me puedes entender? ¡Si él hubiese seguido con vida, su destino se habría cumplido!

“No habría sido mi hermano, a quien le dediqué mi corazón, el de verdad, y tan sólo se convertiría en un eslabón más de la cadena que nos ata a Él…”

Musette calló. El relámpago cesó. Un cansino dolor de pena se cernió sobre Alver, mientras la sinfonía se iba aligerando, y atravesando el cerco, dentro de su cabeza, y preparando lo que vino entonces.

Su último Crescendo.

Cuando las nubes aullaron, Alver ya no pudo soportar más, y él también gritó. Un terremoto sacudió despiadadamente la roca donde estaban los dos.
El pico más alto, en el mundo de los sueños, se resquebrajaba, dando la bienvenida a las afueras de la Ciudad Muerta.
Y cuando Alver creyó que los elementos no podían componer una tonada más mortal, más hecha de fatalidad, entonces las nubes a lo lejos se abrieron haciendo un vórtice, y de ellas, salió la visión más horrorosa, más abominable que jamás pudo imaginar.

Musette miraba hacia allá, y ella ya no refulgía. Algo así como una lágrima atisbaba tímidamente en sus ojos, temerosa de dejarse ver.


La arquitectura misma de lo que emergía era un monumento a lo perverso, a lo degenerado del origen del hombre. Manchaba toda la infinidad de su campo de sueños.

Ésta era Rlye`h. La gran tumba del Antiguo. .