Friday, March 07, 2008

Capítulo Décimo Cuarto



Cuando Alver volteó atrás sus pensamientos, y trató de recordar todo lo que había pasado, fue cuando recién pudo darse cuenta de las vociferaciones que emanaban de la atmósfera rojiza, del límite de la Tierra de los Sueños.

Sólo entonces. Pues cuando él tomó la mano de Musette y ambos se encaminaron en un vuelo rasante, comparable sólo a una hoja construida con vida y belleza, arrastrada por la brisa cálida, de un amanecer luminoso; él no pudo contemplar más que la grácil luminosidad que lo guiaba.

En realidad, las voces, en el horizonte, tronaban un aullido de guerra, como una tempestad. Alver, con la comprensión de las lenguas, sólo después que todo hubo terminado, pudo traducir lo que bramaban.

En un solo coro, único, fluido cual marea, hablaban del acaecer de las eras, y de la revelación que los astros harían ante la pestilente humanidad que habitaba el mundo que por derecho les correspondía.
Ellos, los seres de más allá de las estrellas, clamaban al universo, una rendición de cuentas. Y el excedente claro, venía a ser los seres que el Gran Cthulhu había perdonado una y otra vez.

Esto sobrecogió a Alver.

Perdonado…

Ésa era la traducción de ese vocablo ininteligible. ¿Alguien entonces, mantenía con vida la humanidad?...y… ¿Qué significaba esa palabra, Cthulhu, que él había oído de los Profundos, de los Pálidos y de los Cultistas, siempre repetida con un temor sobrenatural?


Musette se detuvo. Algo en el suelo de blanca rigidez se removía. Un temblor sacudió los cimientos de la Tierra de los Sueños.
Alver sintió un respiro de paz, viniendo de ella. Extrañado, la miró largamente, hasta que ella, mirando hacia lo alto, habló.

“-He llegado al final de mi camino, Alver…”
“-¿Qué quieres decir? ¿Dónde estamos?”

Musette descansó su escasa entidad corpórea, sobre el suelo de horizonte infinito. Alver desfalleció, cuando sintió una lágrima asomarse desde ella.

“-Tú… -dijo entre dientes- tú no volverás a ser una existencia envuelta en una mentira”
“-Aún lo soy… -replicó Alver, sentándose él también- pero… no sé cómo puedo convertirme en algo que exista de verdad”
“-Ése es el problema… ¿qué, no lo ves?...Él…Él nos creó… para que seamos su soporte.”
“-Musette, por favor, dime quién es Él…”
“-No, no puedo decírtelo”
“-Pero… ¿por qué?”
“-Tu mente, tú mismo, no estás hecho para comprenderlo…has nacido bajo las estrellas que siempre nos encerraron…”
“-No te entiendo…”

Fue entonces, antes de que Musette pudiese continuar, que el cielo, que hasta entonces había seguido vomitando blasfemias, gorgoriteó en un solo atronar de chillidos, y las voces, presas de un pánico imposible de describir, y que caló los huesos de ambos, simplemente retrocedieron.

Alver miró un poco más a Musette, que se adelantaba unos pasos, silenciosa. Su silueta ahora se recortaba perfectamente contra las efigies oscuras del horizonte.
Un ciego dolor en la cabeza de Alver, le recordó, una sola palabra, que resumía todo cuanto de horrible pueden imaginar los hombres, aún vivos.

R`lyeh

“-No, Alver… no podrás entenderlo nunca. Pero… ahora al menos, estás condenado a verlo conmigo, porque tú me acompañarás”

El hombre no dudó. Siguió la estela que Musette describía, junto a su sonrisa, mezcla de añoranza y pasión demencial.

Y mientras avanzaban, el temblor que retorcía el suelo se hizo más poderoso, como si un odio profundo e incontrolable sacudiera la existencia de los sueños.
El temblor era mucho más aterrorizante que la visión de los Pálidos, que la destrozada imagen que Alver aún recordaba de su primera visita, a la frontera de la Tierra de los Sueños. Era casi tan aterrorizante como Musette misma, tanto porque Alver sentía una rabia y una ira imposibles, arañando desde el suelo de todo; como porque este rugido parecía traducirse también, en una llamada. Una invitación, mejor dicho, a la mujer a la que él seguía.

Ella, por su parte, seguía mascullando para sí, un panegírico demencial, que tenía leves indicios de ser una salmodia, o hasta un rezo.

Alver oyó un poco de ello, atravesando el horrendo rugir del suelo.

“-Él pertenece a un mundo que nosotros no entendemos, más allá del universo… fuera de nuestras mentes… fuera de nuestros sueños. A Él le debemos todo, hermano…todo, nuestra vida… nuestros pensamientos. ¿Has escuchado la música, hermano? ¿La entendiste? Pero no sabes lo que significa… no en verdad… porque ni tú, ni yo...somos más que el alimento…”

Musette siguió así, intrigando al hombre que la siguió, con una devoción mítica. De existir alguien, ahora, en mi mundo cantaríamos odas acerca de su caminata, en el blanco desierto ante el cual se cernía la ciudad de pesadilla, hogar del Gran Antiguo.

El universo murió una vez, y renació, en el mundo que marcaba la realidad, allá afuera, mientras ellos seguían, como sollozando suavemente. Musette, recitando los hechos, desde que las estrellas iluminaron su alma hasta que pudo ver todo con claridad. Y detrás de ella, Alver, castañeando los dientes, y con la mente en blanco, preparándose más a cada instante, porque algo incalificable de instinto le dijo al oído que nunca jamás volvería a ver algo tan aterrorizante como aquello a lo que se dirigía.


Y siguió así, hasta que Musette comenzó a detenerse. Cuando lo hizo, Alver levantó un espejismo ante su visión, y el suelo, y todo, cambió sin un motivo claro. El rugido se silenció. El suelo blanco desapareció sin aviso, y de su extensión, brotó una imagen horrenda que él, después de su muerte, no pudo olvidar nunca, y que seguirá atormentando lo que quede de su espíritu.

Ahora ellos levitaban en una cornisa sostenida por un invisible hálito de viento, sobre la mismísima comarca maldita. Las negras estructuras de pesadilla se retorcía, justamente debajo del desdichado hombre, que creyó fenecer, con cada respiración que seguía dando, observando ese escenario atroz de geometría incoherente, de contorsiones inasequibles para la lógica de los vivos.

Musette se detuvo en un punto preciso, en el extremo de la cornisa flotante, donde un solo escalón, reminiscente del otrora suelo blanco, le servía de altar. Ella, lentamente, dejó que el viento maldito la rozara sin marchitarla, y se inclinó, hasta arrodillarse en el sitial. Miró a diestra y siniestra, con vehemencia, sosteniendo en su rostro una mueca que Alver no comprendió. Finalmente se volteó hacia él, y con un gesto de una dulzura incomparable, le sonrió.

Musette era la criatura más bella de la creación de Dios.

Alver lo supo bien, porque, con ese ligero toque de una mirada suya, su cuerpo perdió toda unión con el Mundo de los Sueños. Con desesperación, intentó aferrarse a ese páramo de decadencia. Con un frenesí que podría haberle devuelto la vida a un cadáver. Lo intentó, pero fue en vano, lenta e inexorablemente, su esencia también había comenzado a levitar, levantándose y perdiéndose en la inmensidad del cielo negro.

“-¡¡¿Por qué no me permites estar contigo?!!” –gritó, con todas sus fuerzas, mientras las lágrimas lo ahogaban

Musette miró hacia arriba, por sobre ella, y posó unos ojos tristes en el único ser en el que pudo confiar, en el transcurso de sus existencias.

“-Alver… mi querido Alver… lo verás sólo un instante… y entonces serás alguien real. Espero que no me odies. Yo debo estar acá, porque…porque… yo soy el único sello entre él y el mundo”
Ella suspiró, conteniendo una última lágrima.

“-¿Sabes?, es irónico que voy a proteger algo que Él creó, de Él mismo...”


Alver oyó estas últimas palabras, envueltas en un mar de horror.
Mientras ellos hablaban, imperceptiblemente la cornisa iba acercándose al centro de R`lyeh, aproximándose al gigantesco monolito de piedra verdusca que señalaba el hogar del sueño eterno del Gran Antiguo.
Y cuando Musette pronunciaba sus últimas palabras, todo en ese mundo, así como en todas las dimensiones que muestre el espejo de las realidades, se contrajo en una sola mueca de espanto.

Él despertó.

La abominable figura del Gran Antiguo, se levantó, desdiciendo con sólo una maldición, todo concepto de vida y luz en el universo. Alver creyó adivinar; en ese instante maldito, en tanto su alma moría mil veces, unos tentáculos, de una dimensión simplemente inimaginable, extenderse abarcando todo cuanto sus ojos podían observar aún. Tras ellos venían unas garras gigantescas, surcadas por un aire de perdición. Todo en este ser, si cabe en llamarlo ser, se hizo del mundo cognoscible e inconsciente del desdichado hombre.

Cthulhu brotó de las entrañas de su Ciudad, perdida en el Mar de la Tierra de los Sueños, y sus ojos, de un color indefinible, marcaron un sendero que trazó una maldición irrevocable sobre las criaturas que él podía sentir con su mente viva de nuevo.
Alver, ya que no podía enloquecer más, tan sólo permitió que una tristeza infinita se apoderara de su razón, oscureciéndola mucho más lejos de lo que podría haberlo arrastrado el simple fallecer de su existencia.

Musette le dirigió una última mirada, cuando el mundo entero se convirtió solamente en esa bestia, y en ese gesto, Alver leyó una sonrisa que no moriría jamás, así los primigenios volvieran desde su hogar, desde lo más lejano del Universo, y la maldijeran todos.


Un estallido hizo sucumbir los escombros que aún quedaban en el corazón de Alver, y un brillo blanco encegueció algo más que su vista, haciendo que todo, el mounstro, la Altísima, y la pesadilla, se difuminaran en el infinito…





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Sí, así lo recordó mucho después, cuando él logró despertar, y vio de nuevo las paredes grisáceas, y el enmarcado del empapelado. Cuando comprendió que había regresado al mundo que Musette abandonó.
Pasaron días, hasta que Alver dio un poco de descanso a su alma atormentada, y permitió que su cuerpo se desplazara otra vez. El espejo, roto en pedazos, mostró una imagen quebrada, la de alguien que, no sólo se ha privado de comida por un tiempo antinatural, sino también de pensamiento o sentimiento.

Lo primero que notó fueron las paredes claveteadas y surcadas por zarpazos inhumanos. Los pasillos de su edificio expelían un hedor que él conocía. Sí, la muerte había rondado todo, a su alrededor, mientras él escapaba al sueño que lo destruyó. Dos cuartos más allá, él se atrevió, por fin, y derribó la puerta desquiciada.
El único saludo fueron las manchas de sangre coagulada, la exangüe mirada de los cadáveres, y los símbolos dispuestos de forma atroz.

Así estaban todos. Piso tras piso, él siguió, descubriendo más y más muerte, como si alguien recóndito hubiese dispuesto que caminara sobre un sendero demarcado por cuerpos maltrechos de su propia sangre.
La puerta que daba a la calle, salpicada también, se convirtió para él en una frontera frágil, que lo volvería a compenetrar con el mundo de la lógica y de los vivos.

Después de todo, él ya tenía lo que necesitaba.

La frontera resultó una vana ilusión. Él no se preguntó siquiera si sería un engaño más de su mente, pero con los pasos que daba, el mundo que permanecía recamado en un ocaso de nunca acabar, estaba vacío. Mientras miraba hacia todas direcciones, sin detenerse, vio calles húmedas aún, templadas al frío, sin un solo ser vivo que asomara y brillara con falsedad. Él no se detuvo. Simplemente dirigió una mirada rencorosa al cielo que se iba limpiando de la lluvia que lo habría despedido, hacía una noche, o hacía una vida, de lo último de conciencia que aún quedaba. El sol, hipócrita, dibujó una cicatriz en sus ojos, que cesaron de mirar la ciudad llena de calles vacías.

Cuando la última calle desapareció, y él se enfrentó a la sabana apenas dibujada por el hollar del hombre, él y el sol estuvieron a merced el uno del otro. Él pensó en este mundo. El mundo de los humanos, que seguirían viviendo sirviendo del sostén que el Gran Antiguo necesitaba para su mente dormida. Supo entonces, o tal vez ya lo sabía, que todo en esa existencia, después de todo, no era más que ponzoña enmascarada.

Un árbol gris, añoso, lo saludó con tristeza. Lo acogió, mientras él desenrollaba la cuerda que había llevado consigo, cuando caminaba, con una verdad en su mente, sabiendo que los niños que jugaban en las calles y los alegres visitantes del hotel donde vivía, no eran más que espejismos rotos. Él veía por fin, el mundo real, el que Musette observó un día, cuando negó la Música del Gran Antiguo.

Pasó la descolorida cuerda por una rama gruesa, y sin cambiar la expresión de su rostro, se trepó un poco, dejando que el sol lo hiriera por última vez.

Tuvo entonces, la conciencia de que por fin sería un ser real. Lo supo perfectamente, cuando la cuerda desgastada cortaba todo rastro de su respiración y su vida abandonada, escapaba hasta donde él dejaría de recordar.